jueves, 29 de septiembre de 2016

3er año La Sarita

SE REACTIVAN ANTIGUAS FORMAS DE ORGANIZACIÓN La Sagrada Familia y su caída
La crisis de la “familia tradicional” promovería la reaparición de formas que permanecían reprimidas desde la Edad Media. 
Vaticano: “La ‘familia tradicional occidental’ fue una innovación estratégica del Vaticano durante el temprano Medioevo, y su ciclo parece concluir”.
Por Juan Carlos Nocetti * 

La amenaza de una “crisis de la familia” viene a añadir a la inquietud contemporánea un nueva cuota de infelicidad y angustia. Debemos señalar, sin embargo, que si bien la familia sufrió durante los años sesenta un cambio radical y otras formas no convencionales comenzaron a desplazar la tradicional relación de madre, padre e hijos, en regiones no centrales el promedio de miembros por familia oscila entre cinco y siete y nada parece allí anunciar la presencia de devastadoras “tendencias antifamilistas”.
En realidad, la tan mentada crisis de la familia es tan sólo el producto de una generalización globalizante que desconoce la vigencia y solidez de los modelos familiares no sacudidos por la “occidentalización” de las costumbres. La “crisis” recae, en forma preponderante, sobre las clases medias de las metrópolis occidentalizadas, y sus razones sociales, económicas y políticas se inscriben en la historia de la familia occidental. Digámoslo claramente: la “familia tradicional occidental” fue una exitosa innovación estratégica del Vaticano durante el temprano Medioevo, y su ciclo parece concluir. La excesivamente publicitada crisis de la familia es en realidad la crisis de la familia tradicional occidental, más precisamente, la crisis de la familia moderna. Ahora bien: ¿qué es la familia moderna?
La familia occidental nace de las ruinas del Imperio Romano. La lucha entre los señores feudales y el Vaticano por la herencia de su poderío se entabla en el terreno de la sexualidad. La Iglesia apuntó a disolver las sólidas alianzas matrimoniales que ligaban a las casas reinantes y lo intentó por tres caminos confluyentes: impedir toda alianza matrimonial entre los miembros de la aristocracia europea al declarar incestuosos los casamientos hasta el séptimo grado; hacer del amor entre los contrayentes el elemento determinante en las elecciones matrimoniales en detrimento de las elecciones familiares; y colocar bajo su dominio las decisiones acerca de su validez al hacer del matrimonio un sacramento.
El culto a la Virgen María acompañará este proceso y será el eje de la familia cristiana. Finalmente, hacia el año mil, la Iglesia logrará imponer su modelo de monogamia y exogamia a la sociedad feudal europea en su conjunto. El modelo perduró hasta fines del siglo XIX, pero, tras cada coyuntura histórica (el Código de Napoleón, los ideales de la Ilustración, la Revolución Industrial, la Revolución Sexual, la liberación femenina), los valores que lo sostenían fueron perdiendo cohesión y credibilidad. Luego de un milenio de sutiles transformaciones, el ciclo de la familia occidental tradicional parece concluir.
Sin embargo, ¿por qué la persistencia de ese descentramiento de la figura del padre, desplazado a un cuarto lugar por la de Dios PadreEspíritu Santo, en la reverenciada imagen de la Sagrada Familia? Es que, en sus orígenes –pese a lo que suele sostenerse–, familia es una madre y sus hijos. Puede la presencia del padre llegar a ser estable, pero esa presencia debe ser sostenida por estrictas normas sociales (el poder de la patria potestad en el Derecho Romano, por ejemplo). En caso contrario, su lugar excéntrico vuelve a hacerse evidente. Por ello, la creciente frecuencia estadística de familias centradas en la relación madre-hijos marca un punto de inflexión en ese desarrollo, señala la existencia de una situación crítica y obliga a reflexionar acerca del futuro de la organización familiar en el nuevo orden de la “aldea global”.
¿Cómo pensar esa situación? ¿Se trata acaso de los efectos de una difícil adaptación de la familia a los cambios históricos o, por el contrario, de un retorno de lo que fuera alguna vez censurado? En el primer caso nos encontraríamos ante un fenómeno meramente coyuntural. En el segundo debiéramos reconocer que –precisamente porque constituye suestructura elemental– la relación madre-hijos y la presencia del lazo matrilateral, presentes siempre pero diluidos en un contexto estable, reaparecerán con nitidez –como afirmara Lévi-Strauss–, y tenderán a exasperarse cada vez que el sistema considerado presente un aspecto crítico; ya sea por transformación rápida, ya porque se encuentre en el punto de contacto y de conflicto entre culturas profundamente diferentes, ya porque se halle próximo a una crisis fatal (Edad Media europea). Quisiera subrayar que la elección entre ambas respuestas (coyuntura o retorno) no es trivial: pone en juego dos modelos opuestos –conductista o psicoanalítico– para pensar las “cuestiones clínicas”.
El psicoanálisis y las familias
Los tratamientos familiares renovaron la vieja oposición entre psicoanálisis y conductismo, ahora, un conductismo social, surgido de las críticas que George Mead (en los años 30) y el “interaccionismo simbólico” (hacia los 50) hicieran al conductismo de Watson. Con esa base Gregory Bateson, al afirmar que la familia es un sistema, abre un nuevo campo de investigación y permite definir más claramente la controversia entre conductistas y psicoanalistas. Veamos tan sólo dos aspectos de esa controversia: la noción de sistema y el objetivo del tratamiento. Para los interaccionistas, un sistema es un conjunto donde lo esencial no son los elementos sino las relaciones entre los elementos. El tratamiento busca el cambio de ese sistema familiar de interacción introduciendo, por medio del aprendizaje de nuevos hábitos de comunicación, modificaciones en el comportamiento de sus miembros.
Freud por su parte, encuentra en la elaboración secundaria del sueño “la naturaleza y los requisitos de un sistema. Este exige un reordenamiento de todo el material del cual se apodere, a fin de otorgarle unificación, trabazón e inteligibilidad”. A diferencia de las propuestas interaccionistas, lo esencial de un sistema para el psicoanálisis no son las relaciones entre los elementos sino el ordenamiento que se impone a “las relaciones entre los elementos”. De aquí que la familia, al igual que un sueño, no sea un sistema sino tres: al orden manifiesto de los relatos familiares (que observan los conductistas) deben agregarse un orden latente y un orden eficaz, órdenes que obedecen a leyes de naturaleza lógico-lingüística y no biológica. La familia se estructura como un relato, un relato que sólo accede a la manifestación por medio de reordenamientos que preservan su coherencia, pero al precio de excluir aquello que la altera. No se trata aquí de cambiar el sistema, ni siquiera .-lo que resulta fundamental– de promover cambios en los comportamientos supuestamente “patógenos” de las personas por otros “más adaptados a la realidad”, sino de hacer posible que la palabra silenciada pueda ser dicha: las familias, al igual que la histeria de Freud, padecen de reminiscencias.
Alejado de toda referencia a las prácticas de la puericultura, el trabajo psicoanalítico con familias ha ido encontrando paulatinamente un modo riguroso de definir su especificidad. En primer lugar, al haber reconocido el papel de la exclusión relativa y sistemática de algunos enunciados en la producción de los conflictos familiares, ha aportado un radical cambio de perspectiva en cuanto a los modelos causales y a los recursos para comprender y encarar aquellos conflictos, distanciándose de los referentes personalizados y de las estrategias “curativas” y pedagógicas propuestas por el conductismo y las neurociencias. En segundo lugar, al descubrir en aquellas exclusiones las condiciones para la repetición a que están sujetas las relaciones familiares, ha develado el papel que juegan los deseos y la memoria del analista en su reproducción, dado su inevitable modo de participación en las sesiones. La especificidad psicoanalítica de la clínica con familias reside en permitir el libre despliegue de un relato, en alentar sin interferencias el agotamiento de un curso que el hablar va imponiendo a las sesiones y que, reiterada e inexorablemente, se verá atraído por aquellas frases que han quedado excluidas, en crear, en definitiva, las condiciones para hacer posible la expresión de una verdad que sólo los integrantes están en condiciones de formular, aun cuando lo ignoren. Verdad de la que nunca se ha hablado, de la cual nada sabemos, que ni siquiera podríamos imaginar y que negaríamos ofuscados si alguien nos la atribuyera. Verdad que en muchísimos casos sería tal vez preferible seguir silenciando.
Recuerdo al respecto una supervisión en la cual se trataba de un muchacho que no hablaba; “catatonía”, dijeron quienes lo atendían. Pertenecía a una familia judía que había emigrado al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El padre había sido recluido en un campo de concentración nazi junto con algunos parientes. Ninguno había sobrevivido; el padre, sí. Era “cantante litúrgico” y, gracias a esta habilidad, era convocado con frecuencia al casino de oficiales. Les gustaba oírlo cantar. Lo llamaban para que “cantara”. Es claro, hay situaciones en las que, a pesar de todo, es mejor no hablar. ¿Vale siempre la pena en estos casos quebrar un silencio? ¿Cuál sería el beneficio de articular el mutismo del hijo con el “canto” del padre?
Porque hablar –en el sentido heideggeriano del término, hablar del Ser, de la Verdad, hablar de nosotros radicalmente comprometidos en una relación–, aunque parezca obvio, es muy difícil y doloroso, pero no tanto como lo es escuchar y, más aún, escucharse. Es por ello que saber escuchar sigue siendo la más importante y difícil virtud de un psicoanalista. Y es allí precisamente donde la globalización posmoderna ha reservado un lugar insustituible para la clínica psicoanalítica. Porque, así como la familia dejó testimonios del modo en que el siglo XIX enfrentó, mediante la hipocresía y el escamoteo, el problema “moral” de la sexualidad, en los comienzos del nuevo siglo es impotente testigo del creciente problema social del desamparo y la soledad.

* Psicoanalista. Especialista en familias y parejas.

Consignas:
1. Lee el artículo aquí citado de Juan Carlos Nocetti, "La Sagrada Familia y su caída", publicado en el diario Página /12 y luego conesta las siguientes preguntas:
1. a: ¿Qué inluencia tiene la sexualidad en la conformación de la familia moderna occidental?
1. b: ¿Por qué dice el autor que el rol del padre ocupa un lugar excéntrico en esta conformación?
1. c: ¿Cómo se produce la "caída" de esta imagen familiar?

2. Identifica los grupos primarios y los grupos secundarios en los cuales estás incluido. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario