Los cuerpos del sistema sexo/género.
Aportes teóricos de Judith Butler
Resumen
En el presente artículo se presentan algunos lineamientos generales
sobre la distinción sexo/género y su impacto en la delimitación
de la categoría cuerpo en la teoría feminista. Luego se ofrecen argumentos
que cuestionan el dimorfismo sexual en términos naturales,
a partir de conceptualizaciones de Judith Butler, de la ambigüedad
de cuerpos intersexuales y de ciertas prácticas corporales subversivas.
En esta línea, se exponen aproximaciones esencialistas y
constructivistas en relación con el cuerpo, ilustradas a partir de los
planteos de Luce Irigaray y Judith Butler. Finalmente, se concluye
la necesidad de someter a debate la categoría sexo como ocasión
privilegiada para reformular las múltiples conceptualizaciones que
involucran la dimensión del cuerpo.
Palabras clave: sexo, género, cuerpo, Judith Butler.
En la actualidad, gran parte de intelectuales provenientes del psicoaná-
lisis y de los estudios de Género han centrado sus producciones teóricas
en torno a la categoría cuerpo, en gran medida a causa del giro intelectual
que ha provocado el impacto de la teoría feminista en los últimos cuarenta
años. Es así que el cuerpo, y su compleja relación entre sexo y género,
comienza a recibir progresivamente especial atención en las ciencias
sociales y humanas. Sin embargo, tal como señala Rosi Braidotti (2000),
existen importantes divergencias en torno a dicha temática.
En este contexto, en una primera instancia, se presentan algunos
lineamientos generales sobre la distinción sexo/género y su impacto
en la delimitación de la categoría cuerpo en la teoría feminista. Luego
se ofrecen argumentos que cuestionan el dimorfismo sexual en
términos naturales, a partir de conceptualizaciones de Judith Butler,
de la ambigüedad de cuerpos intersexuales y de ciertas prácticas
corporales subversivas. En esta línea, se exponen aproximaciones
esencialistas y constructivistas en relación con el cuerpo, ilustradas
a partir de los planteos de Luce Irigaray y Judith Butler. Finalmente,
se concluye la necesidad de someter a debate la categoría sexo como
ocasión privilegiada para reformular las múltiples conceptualizaciones
que involucran la dimensión del cuerpo.
El tema es complejo y, por motivos de espacio, se han privilegiado
algunos ejes en detrimento de otros. No se pretende abarcar
de manera exhaustiva la temática planteada, más bien trazar líneas
para una posible aproximación.
Sexo/Género. Algunas delimitaciones conceptuales
Tal como señalan especialistas en el tema, los movimientos de
liberación de las mujeres surgidos en los años sesenta, anclados en
El segundo sexo de Simone de Beauvoir, han desplegado una prolífera
producción intelectual multidisciplinaria (Femenías, 2002;
Dorlin, 2009) que rápidamente comenzó a configurar la denominada
Teoría Feminista. Desde allí se dirigieron los intentos de visibilizar a
las mujeres en la esfera de lo social, explicar su opresión y alcanzar
el logro de relaciones más igualitarias entre varones y mujeres en
todos los ámbitos. Aunque las formas de explicar la subordinación
fueron diversas, todas tomaban como referencia la categoría mujer.
Posteriormente, la introducción de la categoría género complejizó
el debate, instalando un análisis relacional contextualizado que
permitió reformular la noción de mujer a-histórica, esencial y universal
(Cangiano y DuBois, 1993). Cómo categoría de análisis, el
género ofreció herramientas útiles para la comprensión del carácter
relacional y del largo proceso histórico de construcción social que
sostiene la diferencia entre varones y mujeres. Al mismo tiempo,
denunció la lógica binaria y excluyente que ordena la distribución
del poder entre varones y mujeres de forma no equitativa (Burin
& Meler, 1998, 2000). En suma, la introducción del género en el
campo del feminismo produjo un gran avance en la comprensión
de la diferencia entre varones y mujeres como producto de normas
culturales, un avance teórico significativo ya que permitió comenzar
a pensar la subordinación de las mujeres por fuera del campo de la
naturaleza.
En este contexto conceptual, el género se delimita por oposición
al concepto de sexo –concebido como un hecho biológico–. El gé-
nero es estrictamente identificado con el conjunto de significados que diferencian a varones de mujeres: activo/pasivo, proveedor/ama
de casa, público/privado, cultura/naturaleza, razonable/emocional,
competitivo/compasiva. En contraste con esto, el sexo refiere a los
cuerpos de varones y mujeres, en tanto fijos, inmutables y naturales.
Tal como señala Jason Glynos (2000), esta distinción se encuentra
en la base del denominado fundacionalismo biológico. Dicho modelo
teórico, a diferencia del determinismo biológico, incorpora
explicaciones que dan cuenta cierta construcción social, aunque
siempre bajo la forma de significados culturales que recubren al
cuerpo como base natural y neutra. El fundacionalismo biológico
se subscribe a la idea de que sexo y género existen como dominios
relativamente autónomos, donde el primero funciona como un
inhibidor de las posibilidades del segundo. En este sentido, la categoría
sexo proporcionó un punto de referencia incuestionable, de
modo que la posibilidad de deslindar una identidad específicamente
femenina encontró su soporte en el incuestionable dimorfismo que
el sexo impone al cuerpo.
Gayle Rubin (1986), en su clásico artículo El tráfico de mujeres:
notas sobre la “economía política del sexo”, utiliza la categoría
Sistema de Sexo/Género para delimitar aquellos aspectos de la vida
social que producen y sostienen la opresión de las mujeres y de las
minorías sexuales. Rubin define al Sistema de Sexo/Género como
“el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la
sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el
cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (Rubin,
1986: 97). De este modo, Rubin vertebra su pensamiento sobre la
consolidación del binomio sexo/género, que entreteje el fundacionalismo
biológico como forma privilegiada para pensar la forma en
que los cuerpos adquieren significados sociales.
Desde este punto de mira, el cuerpo es entendido como una unidad
orgánica autónomamente integrada. Aspectos como la raza, la
sexualidad, el género constituyen atributos del cuerpo delimitado
como una superficie pasiva y fija, como un real prediscursivo, determinado
biológicamente (Fernández, 2003). Si bien la anatomía
es uno de los criterios más importantes para la clasificación de los
seres humanos, es evidente que la biología per se no garantiza las características que socialmente se le asignan a cada uno de los sexos.
Es a partir de aquí que comienza a circunscribirse al género como la
interpretación cultural del sexo. Entonces, el género es a la cultura,
lo que el sexo es a la naturaleza.
Actualmente, la proliferación de la teoría Queer y los estudios
culturales ha desestabilizado la categoría sexo a partir de las fuertes
críticas esgrimidas contra la noción de identidad y naturaleza
(Butler, 1999; Nouzeilles, 2002). La tendencia actual de entender
las identidades en términos fragmentarios arrastra hacia el debate la
clásica distinción sexo/género. La diseminación de las ideas postestructuralistas
a principios de los setenta (frecuentemente vinculada
con Foucault y Derrida) instaló fuertes críticas a las oposiciones
binarias. Por otra parte, la idea de naturaleza comienza a cuestionarse
como un existente localizado por fuera de los discursos sociales. La
idea de naturaleza se encontraría, entonces, configurada por interpretaciones
de un momento histórico particular con fines legitimadores
de un estado de cosas. En este sentido, lo natural debe entenderse
como lo profundamente arraigado en convencionalismos sociales
(Haraway, 1992). Desde este punto de vista teórico la noción de gé-
nero se extiende hasta abarcar la oposición misma de sexo/género (o
naturaleza/cultura), entendida como un efecto discursivo que ubica
tal oposición por fuera de los límites del discurso, pues es el propio
discurso el que genera la distinción discursivo/extra-discursivo. Por
tanto, sexo y género no adquieren su valor oposicional por fuera de
los significados culturales.
La morfología corporal:
el dimorfismo sexual… y más allá
Como ya se ha señalado, el pensamiento feminista de la Segunda
Ola se ha construido sobre la base de un concepción de cuerpo naturalmente
y dimórficamente diferenciado. El cuerpo, en estos términos,
constituye una superficie sobre la cual el género opera como un acto de
inscripción cultural (Butler, 1999). Es a partir de la inmutabilidad del
sexo que se discute la construcción social del género. A mediados de la década del ochenta, Judith Butler irrumpe en la escena académica del
feminismo norteamericano. Los argumentos que la autora despliega
allí imprimen un giro en la forma de pensar el sexo tal como era
conceptualizado por las feministas que la precedieron. Los aportes
de Butler sugieren que, contrariamente a lo que suele pensarse, el
sexo no constituye la base sobre la cual el género se deposita a través
de la socialización para recubrir armónicamente su superficie.
Por el contrario, el género instituye la diferencia sexual anatómica
como hecho natural. El discurso de la diferencia sexual, como hecho
natural, apela a un aspecto particular de la biología: la reproducción
sexual. Así, bajo el signo discursivo de la reproducción sexual, los
cromosomas, las hormonas y los genitales, dimórficamente decodificados,
se constituyen como el soporte sustancial de la esencia del
sexo natural (Laqueur, 1994; Fausto-Sterling, 2004).
Como ya se ha mencionado, la distinción sexo/género supone
que siempre es posible diferenciar nítidamente entre lo biológico
–sexo– y lo cultural –género–. Al mismo tiempo supone la maleabilidad
del género frente al carácter permanente e inmutable del sexo.
Finalmente, tal binarismo supone la idea de que en la dimensión
biológica siempre es posible hallar la distinción entre mujeres y
varones.
Sin embargo, varias pensadoras han destacado que el abismo de la
diferencia que la naturaleza parece determinar entre los cuerpos de
ambos sexos ofrece matices. En este sentido, y en la misma línea que
Butler, se trataría más bien de una ideología que impone el modelo
de la diferencia sexual. Thomas Lacqueur (1994) ha señalado que
en el siglo XVI los científicos consideran al cuerpo humano como
básicamente uno: el cuerpo masculino y femenino no se consideraban
fundamentalmente diferentes. Durante un largo período se puso
el acento en las similitudes entre el cuerpo masculino y el cuerpo
femenino. Este planteo de Lacqueur en relación con la existencia de
un sexo único, que se mantuvo desde la Antigüedad Clásica hasta el
Renacimiento, sugiere un modelo masculino –referido a los escritos
e ilustraciones de Aristóteles y Galeno–. La vagina era considerada
un pene invertido, mientras que el útero era visto como un escroto
interno. Los órganos genitales del varón, plegados hacia dentro, conformaban los órganos genitales de la mujer. Esta paridad topológica
es la que permite hablar de un sexo único. Varones y mujeres
se encuentran vinculados por una anatomía común. Esto permite ver
la ruptura de la relación mimética entre sexo y género, pues vemos
cómo el autor demuestra que dos géneros –sociales– coexistían de
manera pacífica con un solo sexo. Solo hacia fines del siglo XVII
comienzan a circular nuevos nombres y categorías que dejan atrás las
representaciones de sexo único e instalan la diferencia de los sexos
–por ejemplo el descubrimiento del clítoris–. Cada órgano recibe
existencia e inteligibilidad en función de nuevas nomenclaturas. En
el transcurso del siglo XVIII y a principios del siglo XIX, entonces,
el cuerpo femenino era descrito de forma cada vez más diferenciada
(Lacqueur, 1994). Con la aparición de la endocrinología a principios
del siglo XX, la sexualización del cuerpo ya no estaba restringida a
las estructuras morfológicas del cuerpo. Las pruebas del binario se
buscaron, y se encontraron, en todas partes.
Sin embargo, no faltan conocimientos que aportan pruebas y
cuestionan la distinción de los cuerpos en dos sexos. Fausto-Sterling
(2003), por ejemplo, ha señalado que la compleja organización del
cuerpo humano no es compatible con la estricta división dualista
entre los cuerpos masculino y femenino. Aun así, la autora sugiere
que a pesar de los indicios que demuestran que el sexo ofrece una
variedad de matices que deben ser analizados en detalle, la presunción
del binario es lo suficientemente fuerte para contrarrestar
la evidencia que cuestiona su organización dicotómica. El binario
parece ser tan evidente per se que la distinción entre los sexos se
proyecta en las funciones corporales.
La intersexualidad y la transexualidad desafían fuertemente
las concepciones de cuerpo que subyacen al binario sexo/género.
Especialmente la intersexualidad cuestiona el modelo dimórfico de
la diferencia sexual, sobre todo a partir de que las cirugías de reasignación
de sexo constituyen un testimonio sobre el establecimiento
de nuevos contornos a cuerpos con morfologías ambiguas. No se
trataría más que de la reinscripción literal del sexo en cuerpos desobedientes
(Fernández, 2004). El cuestionamiento de la reificación
del binario sexo/género se encuentra contenido, al menos en parte, en la evidencia de que el sexo no ofrece una morfología binaria
exhaustivamente clasificable (Kessler y McKenna, 2000). La Teoría
Queer –inaugurada, entre otras autoras, por Judith Butler– supone
transgredir los límites para desmantelar finalmente no solo las jerarquías
basadas en el sexo y el género, sino las categorías mismas que
circulan en el debate. Sin embargo, como señala Butler (1993), la
subversión puede conducir a resultados inesperados que pueden no
ser transgresores. A pesar de que en Gender Trouble Butler (1999)
deja deslizar la posibilidad de que la proliferación de representaciones
que parodien el género, como el travestismo, constituye un modo
de subvertir las normas dominantes de género, posteriormente, en
su ensayo Gender is burning (1993), la autora aumenta el espesor
de la complejidad del tema, pues señala la posibilidad de que una
aparente desnaturalización del género dé lugar a la reconsolidación
de las normas hegemónicas de género. Evidentemente, Butler logra
deslindar que el hecho de parodiar otro género –como en el caso
del travestismo o las escenificaciones Drag Queen, entre otras– no
alcanza para desplazarlas. El travestismo, entonces, es concebido
como un lugar que reúne cierta ambivalencia. Butler no descarta la
idea de que el travestismo guarda potencialidad subversiva, pues es
indudable que señala el corazón mismo de la estructura imitativa
del género hegemónico, al mismo tiempo que cuestiona la idea de
naturalidad y originalidad de la heterosexualidad. Pero reflexionar
sobre la heterosexualidad conduce a la autora a deslindar dos mecanismos,
entre muchos otros, a través de los cuales opera, a saber:
naturalizarse y afirmarse como el original y la norma. Sin embargo,
todo parece indicar que su potencialidad normativa se filtra en
sus propias fisuras para no resignar espacios de poder e impedir
posibles trastocamientos, pues hay escenificaciones travestis que
reidealizan las normas heterosexuales sin cuestionarlas, entonces
se generan esferas en las que la heterosexualidad puede admitir su
falta de originalidad y de naturalidad y aun así seguir ejerciendo su
poder. En este sentido, en palabras de Butler, “there is no original or
primary gender that drag imitates, but gender is a kind of imitation
for which there is no original; in fact, it is a kind of imitation that
produces the very notion of the original as an effect and consequence of the imitation itself”[no hay un género original o primario al que
el travestismo imita, sino que el género es un tipo de imitación que
no tiene original, que produce la noción de original como efecto
y consecuencia de la imitación misma] (Butler, 1993a: 313 [Traducción
de M. Serrichio], cursivas de la autora).Después de todo,
la totalidad de las expresiones de la identidad sexual y de género
dependen del sistema dicotómico de sexo/género para su expresión.
Incluso la homosexualidad y la heterosexualidad son categorías cuya
significación dependen de morfologías corporales dimórficamente
diferenciadas (Butler, 1999, 1997).
En esta línea, Judith Butler (1999) detecta el componente heterosexista
que atraviesa el binomio masculino/femenino. A su criterio,
es la categoría de diferencia sexual la que determina, en última
instancia, los criterios de inteligibilidad dentro del campo social.
En otros términos, se instituye una matriz desde la cual se organiza
las identidades y se distribuyen los cuerpos, en donde se les otorga
un significado específico. Los aportes de Butler permiten un primer
movimiento hacia el desmontaje del sistema sexo/género. En esta
línea, la matriz de inteligibilidad que Butler deslinda, claramente
heterosexual, determina que un ser humano corresponde siempre a
un género, y que dicha pertenencia acontece en virtud de su sexo.
De este modo, se produce un encadenamiento que establece una
continuidad coagulada entre sexo, género, deseo y práctica sexual,
lo que otorga inteligibilidad a los cuerpos que guardan estabilidad,
coherencia y unicidad en su identidad personal, incluso torna un
imperativo la complementariedad entre sexos diferentes.
Actualmente, quienes se localizan como transgenders se muestran
fuertemente en contra de aquellos intersexuales y transexuales
que intentan ingresar fluidamente a la norma de sexo/género.
Esta tendencia de tornarse inteligible mediante intervenciones
quirúrgicas y hormonales revela los mecanismos de regulación a
través de los cuales se instala la diferencia sexual. En este sentido,
la inestabilidad interna del sistema sexo/género se produce, especialmente
a partir de que intersexuales y transexuales rechacen aquellas
prácticas normalizadoras que imponen morfologías ideales (Turner,
1999). Esta perspectiva sugiere que la autodefinición mediante una identidad unívoca, no solo por parte de intersexuales y transexuales,
nunca es exitosa en su posibilidad de captar una definición coherente,
monolítica y unívoca de varón o mujer, así como tampoco de
heterosexual u homosexual.
Tal vez, las prácticas corporales de travestis y transexuales, así
como el hecho de que un número significativo de personas nacen
con genitales ambiguos puedan subvertir las certezas heterosexuales.
Tal como señala Foucault (2008), las categorías sexuales han sido
asignadas a partir del siglo XIX. Este proceso de clasificación se
ha acelerado y ha proliferado una enorme variedad de las identidades
sexuales que resultan paradójicas y ambiguas. Los sujetos que
portan estas identidades no pueden ser claramente clasificados en la
dicotomía varón/mujer, por lo que las categorías parecen agotarse
en su potencialidad de otorgar sentidos.
En esta línea, resulta de gran utilidad develar el modo en que
funciona el recurso de apelar a la naturaleza con existencia extradiscursiva,
como ya se ha referido, a partir de la cual se establece
la construcción del sexo. El modo naturalizado en que entendemos
los cuerpos requiere de la diferencia sexual. En principio, es una
necesidad dedicar más espacio a las reflexiones teóricas que instalan
el debate sobre el carácter artificial de la diferencia sexual. Es
así que, a partir del impacto del pensamiento de Foucault, Butler
sugiere que denunciar la dimensión contra natura de la naturaleza
es el primer movimiento hacia la subversión de las normas de gé-
nero que construyen el sexo como un sitio natural que organiza el
campo de lo humano a partir de exclusiones que debieran a tornarse
inaceptables.
Sobre los límites del sexo: el cuerpo en Irigaray
y en Butler
Actualmente, la crítica que apunta a la noción morfológica de
sexo ha erosionado la confianza en el binario sexo/género; incluso
gran cantidad de intelectuales dirigen sus producciones teóricas
hacia su desaparición. Esto ha traído múltiples problemas. Varias intelectuales provenientes del campo del feminismo no se muestran
en conformidad con el alcance de las ideas construccionistas, ya
que renunciar a una noción corporal de lo femenino implica quitar
anclaje material al concepto central que da sustento a los reclamos
políticos que le dieron origen.
Por un lado, una solución posible pareciera ser definir a las
mujeres como aquellas que portan un cuerpo femenino. Pero ¿cuál
es el significado de estas anatomías? ¿Cuál es la conexión entre la
anatomía femenina y el concepto de mujer? Y, si como se deriva
del constructivismo, tal conexión no existe, ¿en nombre de quién
efectuar reclamos como motor de la acción política?
Frente al problema que entraña la categoría de sujeto para el
feminismo existen diferentes proyectos. Mientras que Luce Irigaray
(2007), por ejemplo, apoya la búsqueda y expresión de la sexualidad
femenina, la que sistemáticamente es reprimida por el patriarcado,
Butler (1999) apela a su transgresión, que se ocupa principalmente
de las restricciones producidas por la heterosexualidad obligatoria
(Rich, 1980). Por un lado es posible situar el anti-esencialismo, fundado
en el construccionismo de tradición anglo-americana; en esta
línea se inscribe Judith Butler, para quien el cuerpo constituye una
construcción en la que intervienen prácticas sociales y culturales.
Por otro lado, nos encontramos con un fuerte énfasis en las experiencias
somáticas y en la necesidad de las revalorizaciones del cuerpo
y de la feminidad directamente referenciadas en la materialidad
sustancial del cuerpo; estos aportes responden a la tradición francesa,
en la cual se inscribe Luce Irigaray.
Sin embargo, tanto las producciones conceptuales de Irigaray
como de Butler, aunque desde diferentes perspectivas, se ocupan de
la interrelación entre lenguaje, sexo y cuerpo. Irigaray se interroga
acerca de la posibilidad de significar la feminidad en el interior de la
cultura falocéntrica. Butler se centra en los mecanismos culturales y
psíquicos del poder que se disemina a partir de la norma heterosexual.
Su interrogante más bien transcurre por los modos en que opera
la ley simbólica junto a sus exigencias de que el sexo sea diádico
y estable, sin descuidar lo que esta ley excluye como necesidad
lógica de su propio funcionamiento. Para Irigaray, los sexos son ajenos el uno al otro. Butler, en cambio, no quiere ver la dualidad
varón/mujer en términos absolutos, considera la diferencia sexual
como una de las tantas ficciones con la que nos puebla el lenguaje.
Ambas han sido muy criticadas, a la tendencia hiperconstructivista
(Femenías, 2003) de Butler –al menos en Gender Trouble– la han
ligado al nihilismo. Por su parte, el énfasis que Irigaray pone en lo
específicamente femenino la ha conducido hacia las críticas propias
del esencialismo.
Luce Irigaray (2007) considera que la diferenciación sexual es
universal, lo impregna todo. Para ella, el binario varón/mujer es una
bipartición ubicada en los fundamentos de lo humano. La diferenciación
sexual se basa tanto en la diferencia de sexo anatómico así
como en el lenguaje, mutuamente influenciados. Para las mujeres
resulta imposible hablar desde su feminidad, en sus propios términos.
En palabras de Irigaray:
Si continuamos hablando lo mismo, si nos hablamos
como se hablan los hombres desde hace siglos, como
nos han enseñado a hablar, nos echaremos de menos.
Otra vez… las palabras pasarán a través de nuestros
cuerpos, por encima de nuestras cabezas, para perderse,
perdernos. Lejos. Alto. Ausente de nosotras; maquinadas
habladas, maquinadas hablantes […] ¿Cómo tocarte
si no estás ahí? Tu sangre convertida en su sentido.
Ellos
pueden hablarse, y de nosotras. ¿Pero nosotras? Sal de
su lenguaje. Intenta atravesar de nuevo los nombres que
te han dado. (Irigaray, 2009: 155)
Debido a que, desde su punto de vista, el lenguaje disponible no
es neutral, sino falocéntrico, es que sus esfuerzos tienden a pensar la
forma de delimitar un espacio para la emergencia de lo específicamente
femenino. Para la autora el concepto de mujer se encuentra entramado
por determinaciones derivadas de la supremacía masculina.
Como consecuencia, solo el sujeto –masculino por definición– puede
expresarse en la cultura occidental. La masculinidad es parte de una
cadena asociativa de la razón, la mente, la cultura y la actividad. La
feminidad, en el pensamiento dualista, ha sido clasificada como la sombra, lo otro, de la masculinidad: la emoción, la naturaleza, y la
pasividad. Este segundo polo constituye una amenaza para el primero
y debe ser dominado. En este contexto, el cuerpo de la mujer
ha llegado a simbolizar la sexualidad y la diferencia sexual.
Por otra parte, en Gender Trouble, Butler (1999) desmantela la
división radical entre sexo y género utilizada por gran número de
feministas como un argumento –con alta potencialidad deconstructiva–
contra la idea de que la biología es el destino. ¿Qué puede
tener de natural el sexo cuando en su definición misma han operado
diferentes discursos para producirlo como tal? Como ya se ha
señalado, Butler sostiene que el sexo es también una construcción
social, en ese sentido la distinción sexo/género es, por tanto, absurda,
pues el género no opera como una inscripción cultural sobre un sexo
prediscursivo. El sexo, más bien, es en sí mismo una construcción,
instaurado a través de normas de género que ya están en su lugar.
Butler afirma,
one way the internal stability and binary frame for sex
is effectively secured is by casting the duality of sex in
a prediscursive domain. This production of sex as the
prediscursive ought to be understood as the effect of the
apparatus of cultural construction designated by gender.
[una de las formas de asegurar de manera efectiva la
estabilidad interna y el marco binario del sexo es situar
la dualidad del sexo en un campo prediscursivo.
Esta producción del sexo como lo prediscursivo debe
entenderse como el resultado del aparato de construcción
cultural nombrado por el género]. (Butler, 1999:
11 [Traducción de María Antonia Muñoz], cursiva de
la autora)
La crítica de Butler que apunta a trastocar la captura del sexo
bajo los aspectos fácticos del cuerpo, culminan por anular, entonces,
la distinción entre sexo y género. El objetivo consiste en deshacer
el sexo para instalar la proliferación de nuevas formas posibles,
incluso morfologías corporales que escapen a las restricciones del
binario. Antes que Butler, Monique Wittig (2005) sostuvo que la categoría sexo no tiene existencia a priori, por fuera de lo social.
Para esta autora, la categoría sexo es política y funda la sociedad
en tanto heterosexual. El sexo se establece como para encubrir que
en realidad constituye un producto de la sociedad heterosexual.
La natural economía heterosexual, en esta línea, alimenta tal categoría.
Wittig menciona que la oposición entre varones y mujeres
responde a una ideología de la diferencia sexual, la que coloca
reiteradamente a la naturaleza en lugar de agente causal para encubrir
su carácter político. Se instala de manera contundente un “ya
ahí” de los sexos, a modo de una ontología pre-discursiva. De este
modo la ideología de la diferencia sexual opera como una red que
lo cubre todo.
En contraposición a Irigaray, quien concibe al sexo como un
dualismo ontológico insuperable, Butler propone categorías adicionales,
como el origen étnico, clase y deseo sexual, como estrategia
para derribar el carácter monolítico de las identidades. Por otra
parte, a partir de Foucault, Butler sostiene que el sexo se produce a
través de un proceso de materialización (Butler, 1993). El enfoque
foucaultiano sobre la materialidad sostiene que los discursos no solo
describen el cuerpo sino que también formulan y constituyen sus
realidades materiales (Foucault, 2008). Estos significados no son
originales y no se encuentran localizados o anclados en el interior
de los organismos individuales, sino que circulan en los discursos
y prácticas culturales y sociopolíticas significativas e históricamente
mutables que describen e inscriben el cuerpo y la identidad.
Los enfoques post-estructuralistas entienden el discurso como constitutivo
de regímenes de verdad sobre el cuerpo, como prácticas que
forman el cuerpo al tiempo que regulan la subjetividad corporizada
mediante la identidad de género, entendida como agencia de control
subjetiva (Burns, 2003). En esta línea, Judith Butler, junto a otras
teóricas feministas revisionistas (Haraway, 1995, entre otras), han
impuesto un giro a los debates acerca de la corporalidad y el desarrollo
psicológico (Matisons, 1998; Chambers, 2007), incluso ha
introducido producciones de gran influencia en lo que respecta a
identidad de género y su impacto en la construcción de la morfología
corporal (McNay, 1999).
Cada declaración sobre el cuerpo, aunque sea descriptiva,
muestra el cuerpo de una manera específica. Cada forma de ver o
experimentar el cuerpo se encuentra necesariamente mediada por el
lenguaje. Con nuestra entrada en el lenguaje nos vemos obligados
a citar las normas existentes, de acuerdo con los códigos vigentes.
Butler, sin embargo, encuentra nuevas perspectivas en la cita creativa.
Al igual que Irigaray, por lo tanto, ella está en la búsqueda de
la innovación. A pesar de que Butler no sostiene una teoría voluntarista
del género, tal como se la acusa, ella sostiene que existe la
posibilidad de burlar la norma a través de citaciones subversivas.
Esta postura teórica es la que sostiene las expectativas actuales de
hallar oportunidades para subvertir la dualidad varón/mujer mediante
la parodia de género.
Conclusiones
Butler pone sus esperanzas en los efectos subversivos de las
nuevas prácticas sexuales o identidades sexuales que pueden originar
puntos de fuga en la diferencia sexual. Es aquí donde el cuerpo
juega un papel fundamental como escenario de los efectos de naturalización,
ya que configura el soporte materializado de los arreglos
de poder que entretejen las normas de género. Invocando el binario
sexo/género se delimitan, de manera explícita o subyacente, lugares
invivibles e inhabitables (Butler, 1993) que escapan a los principios
de inteligibilidad que imprime tal matriz. Las discusiones que giran
en torno al género siempre implican la dimensión del sexo. En
este sentido, teorizar la intersexualidad y transexualidad supone un
desafío fundamental, no solo para la comprensión del género, sino
para cuestionar, de modo más radical, el sexo.
Aunque limitada por las categorías actualmente disponibles, la
teoría Queer ha demostrado potencialidad para cuestionar los supuestos
ontológicos que operan en torno al sexo. Esta postura torna
posible producir interrogantes que nos conduzcan hacia nuevos
supuestos acerca de la materialidad de los cuerpos, más allá de las
marcas binarias del sistema sexo/género. De todas formas, incluso si fuéramos capaces de abandonar los esquemas
del cuerpo dimórficamente sexuado, nada nos asegura a priori
el abandono del binarismo como marco central de referencia. Sea como
fuere, el intento de ir más allá de las restricciones que imponen los significados
de la masculinidad y la feminidad es un desafío al que varios
intelectuales no están dispuestos a renunciar. Tal como sostiene
Guacira Lopez-Louro (2008) lo Queer adviene como una invitación
a cuestionar y romper los límites de lo pensable en muchos
espacios, en múltiples dominios. Tal vez sea productivo desconfiar de
lo establecido. Tal vez debamos sospechar y extrañarnos, siempre.
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fuente: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas
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