miércoles, 27 de septiembre de 2017

el consumo y su temperatura de combustión...


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Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos

¿Liquidez o liquidación del amor? ¿Hemos acabado con el amor a base de conferirle flexibilidad, falta de consistencia y duración a nuestros vínculos afectivos? En esta nueva entrega de sus atinadas observaciones sobre los cambios de actitud y mentalidad que comporta la sociedad globalizada, Bauman escoge como protagonista principal a las relaciones humanas, profundizando en las paradojas del eros contemporáneo, siempre avaro de seguridad en el trato con los demás, derrochador en la búsqueda de oportunidades más atractivas y, al mismo tiempo, temeroso de establecer lazos fuertes.

Es la angustia ambivalente del querer “vivir juntos y separados” lo que constituye para el prestigioso sociólogo polaco uno de los elementos más destacados de la condición humana actual, que aquí examina con lujo de detalles, del sexo sin compromiso a las parejas semiadosadas.

Pero Bauman hace algo más que limitarse a constatar esta situación o a divagar acerca de las peculiaridades del amor y la sexualidad en nuestros días, por más que su libro tenga un confesado carácter fragmentario. Sus consideraciones sobre esta nueva fragilidad de los vínculos amorosos pretenden ser, ante todo, una llamada de atención acerca del preocupante desmoronamiento de la solidaridad en una sociedad cada vez más individualizada, donde el amor al prójimo se ve sustituido por el miedo al extraño.
Con el análisis de dichas paradojas del amor en tiempos de fuerte disolución de los vínculos sociales, Bauman vuelve así a ejemplificar diversos pormenores de su conocido diagnóstico sobre la ambigöedad inherente a esta etapa de la modernidad que él suele calificar como “líquida”. La novedad de su libro, publicado originalmente en inglés en 2003, lo es, por tanto, más por extensión del campo de aplicación de sus tesis que por intensión, puesto que Bauman ya había definido suficientemente esta especificidad de nuestro tiempo en obras anteriores como Modernidad líquida (2000). Allí, en efecto, se había referido ya al contraste entre la primera modernidad o modernidad en su fase “sólida” -donde la labor ilustrada de desintegración de las autoridades y lealtades tradicionales se efectuó básicamente a fin de dejar sitio a principios más sólidos y duraderos- y la nueva fase desplegada a lo largo del siglo XX, donde la emancipación de la economía de sus antiguas ataduras propició la extensión de una racionalidad instrumental, guiada por el puro cálculo de beneficios, a todos los ámbitos de la vida. Amparada en una presunta defensa de la libertad individual, la creciente desregulación o “flexibilización” de mercados y puestos de trabajo ha venido desposeyendo desde entonces a los antiguos Estados-nación de su capacidad para intervenir frente a los poderes económicos globales, al tiempo que la quiebra del viejo núcleo de creencias compartidas por la totalidad social ha ido forzando a los individuos a buscar soluciones privadas a los problemas públicos, generando ese nuevo territorio de lo que Bauman llama “políticas de la vida”, donde florecen alianzas tenues e intercambios fugaces.

Disueltos los nexos entre elecciones personales y acciones colectivas, el espacio de la modernidad se fluidifica y vuelve inestable. La liquidez de la modernidad es resultado, así pues, de su privatización y es por este motivo por lo que Bauman analiza la especial fragilidad que revisten hoy día los vínculos humanos como un caso destacado de la lógica del consumo que rige esta sociedad.

Ello, unido a la ya mencionada fragmentariedad del discurso, puede desorientar un tanto al lector no familiarizado con la obra de Bauman, quien en el primer capítulo inscribe sus reflexiones en una larga y venerable tradición, que, de Platón a Freud, ha indagado en la naturaleza última del amor. Muchas de las apreciaciones de ese primer capítulo parecen oponer a las “relaciones de bolsillo” de nuestro tiempo (relaciones que uno se guarda sin cultivarlas a diario, sólo para sacarlas cuando hace falta), con inequívoco tono de reproche, un modelo de amor “eterno” algo trasnochado. Conviene no olvidar, sin embargo, que el objetivo final de Bauman es dilucidar cómo la urgencia consumista, al permear todas las esferas de nuestra existencia, distorsiona igualmente el terreno de los afectos, forzándonos a pensar las relaciones en términos de costes y beneficios. Quiere inspirar una ética responsable y solidaria, sin que el suyo sea el discurso de un moralista escandalizado por la promiscuidad actual. Precisamente el hecho de haber intentado afinar la esquemática distinción entre modernidad y postmodernidad nos advierte de que Bauman es consciente de que la crisis y fluidificación de las relaciones afectivas es un fenómeno experimentado desde la primera modernidad.

Tal fue ya, por remontarnos a un ejemplo destacado, el tema de la gran novela de Goethe, Las afinidades electivas, que exploró cómo la extraña química del deseo impulsaba a algunas parejas a disolver sus otrora firmes lazos amorosos y a entablar nuevas relaciones. El trágico desenlace de los personajes arrebatados por la pasión era una advertencia del gran poeta del clasicismo alemán para que el individuo se contuviera en los límites de una personalidad armoniosa, con una identidad centrada en sus compromisos sociales y profesionales, tal como luego teorizara Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Hoy, en cambio, la ética del trabajo y la fidelidad a la profesión han sido reemplazadas por una estética del consumo y su diversidad de ofertas (comerciales, laborales, sentimentales).

Esto es verdaderamente lo que preocupa a Bauman: lo que se esconde tras tanta fluidez e inconstancia. No el que nuestros deseos fluctúen o el que vivamos varias historias de amor, sino más bien el que todas esas vidas e historias posean el carácter de simulacros, de “vidas desperdiciadas” también, al fin y al cabo como las de otros parias de la modernidad, porque en ningún caso estamos dispuestos a asumir un compromiso duradero. Aquí radica el punto doliente de los amores líquidos del presente, en el hecho de que el arte de romper las relaciones y salir ileso de ellas supere ampliamente al arte de componer las relaciones, según se aprecia en las páginas de tantas revistas del corazón o en las recetas de tantos gabinetes de autoayuda, que nos adiestran sobre el nuevo espíritu de los vínculos afectivos. Simplemente se trata de aprender a preservarnos, como consumidores de otros que no quieren gastarse a sí mismos. El auge de esos consultorios para la vida feliz -tema sobre el que también acaba de publicar un libro excelente Francisco Vázquez García (Tras la autoestima. Variaciones sobre el yo expresivo en la modernidad tardía), la fascinación por los contactos a distancia que permiten las nuevas tecnologías o la obsesión por la fama inmediata de los más celebrados concursos televisivos (que destilan un único mensaje: competir e imponerse al resto es la clave del éxito) son algunos ejemplos destacados de esta nueva sensibilidad. Mediante ellos, Bauman explica la importancia decisiva que hoy adopta el tema de las “relaciones”, así como la extrema ambivalencia y ansiedad con que nos enfrentamos a ellas.

Con su habitual talento, buena pluma y agudeza crítica, Bauman ha escrito un nuevo capítulo de esa historia oculta de nuestra modernidad tardía, que Erich Fromm describió en términos de “miedo a la libertad”. Deudor del análisis de la sociedad disciplinaria de los frankfurtianos y Foucault, ha acertado a desenmascarar la rigidez que sigue latiendo en esta sociedad aparentemente tan flexible y le ha puesto nuevo, rotundo título: miedo al amor.

Vidas desperdiciadas
El análisis de los miedos e incertidumbres que atenazan al hombre contemporáneo emprendido en Amor líquido tiene su continuación en la temática de Vidas desperdiciadas, obra recientemente traducida también al castellano. Para Bauman, la paradoja suprema de la cultura de los residuos en que vivimos se resume en la circunstancia de que esos productos de consumo que desechamos a diario simbolizan asimismo nuestra propia obsolescencia y desechabilidad. La angustia de sentirnos superfluos, inútiles y rechazados debería incitarnos a una búsqueda más humilde y solidaria del abrazo humano, sugiere este profesor emérito de las Universidades de Leeds y Varsovia. Sin embargo, el homo oeconomicus y consumens de nuestro tiempo, que todo lo valora en términos de rendimiento y beneficio, ha distorsionado por completo ese precepto fundante de toda civilización que exige amar al prójimo. Temeroso él mismo de ser consumido y luego arrojado a la basura, se parapeta tras los muros de la privacidad y procura que nada, ni siquiera el amor, le altere y le haga sentir extraño, entablando con los demás una versión más de ese juego de la convivencia humana que a diario nos enseñan los diferentes programas estrellas de la tele-realidad, donde la supervivencia es la meta y ganar dicho juego pasa por saberse servirse de los otros para explotarlos en beneficio propio, evitando el destino final de los desechados.
 

viernes, 1 de septiembre de 2017

Eramos tan hipernormales...

HIPERNORMALIZACIÓN, GEOPOLÍTICA, TRUMP Y PUTIN

¿Qué tienen en común Donald Trump, Patti Smith, Muammar Gaddafi, Ronald Reagan, William Gibson, Háfez al-Ásad, Andréi Tarkovski, Jomeini, Henry Kissinger y Vladimir Putin? Todos ellos han participado, de una manera u otra, en los sucesos que han regido el mundo durante las últimas cuatro décadas. Y todos aparecen en HyperNormalisation, el nuevo documental de Adam Curtis para la BBC, donde repasa cuarenta años de historia geopolítica que nos han llevado al convulso mundo actual, intentando recuperarse de la recesión económica mientras ocurren otros hechos igualmente graves como el Brexit, la crisis de los refugiados, el terrorismo islamista y un candidato a presidente de Estados Unidos que cuestiona abiertamente el sistema democrático.
El título alude a la “hipernormalización”, un término acuñado por un escritor ruso durante la decadencia de la Unión Soviética. Con una economía colapsada, un sistema político corrupto y unos ideales comunistas en entredicho, los líderes del país fingían que todo iba bien y trasladaban a sus habitantes una falsa idea de prosperidad que no les quedaba más remedio que creer a pies juntillas. Eran tan parte del sistema que les resultaba imposible de ver más allá de él, porque la falsedad era “hipernormal”. Los hermanos Strugatsky escribieron entonces, en 1971, espoleados por esa teoría y la triste realidad que estaban sufriendo en su país, su novela más famosa, Picnic Extraterrestre. Ambientada en un mundo similar al nuestro, pero con ciertas zonas creadas por unos extraterrestres que visitaron la Tierra. Algunas personas, stalkers, acceden a una de estas zonas y descubren que nada es lo que parece, pues ocurren extraños sucesos y la realidad cambia constantemente, y eso les hace pensar y sentir de manera diferente a como lo hacían antes. Se trata, pues, de una realidad mutante e inestable, en constante evolución, justo como ocurría en Rusia en esa época. Ocho años después, Andréi Tarkovski convirtió esa historia en película, Stalker, con guión de los propios autores, donde ahondaban en los mismos asuntos que tanto les preocupaban, pero que pasaban inadvertidos para la mayoría de la sociedad soviética.
Eso enlaza con un concepto que se manejaba por aquel entonces en las altas esferas de Estados Unidos: Perception management, que podríamos traducir como “gestión de la percepción”. Durante la administración Reagan emplearon esta técnica para favorecer los intereses políticos y económicos de su país. De esta forma, podían controlar fácilmente la opinión pública hasta el punto de cambiar de enemigos según les conviniera. Fue así como convirtieron en el supervillano que todos creíamos al coronel Gaddafi, un don nadie casi sin aliados en Oriente, en vez de centrarse en Háfez al-Ásad, el padre del actual presidente de Siria. Al-Ásad se sentía traicionado por Henry Kissinger, el anterior secretario de estado, por haber incumplido su promesa de devolver a los exiliados palestinos de Siria a Israel. Kissinger temía que eso desnivelara su equilibrio de poder, al hacer que Oriente Medio fuera más fuerte. Claro que los judíos tampoco estarían por la labor. El diplomático engañó al presidente sirio y a los palestinos para que Estados Unidos mantuviera su posición dominante, lo cual irritó profundamente a al-Ásad. El gobernante clamó que esta afrenta liberaría demonios enterrados en el mundo Árabe. Y no era un farol: en 1981 se alió con el ayatolá Jomeini, que llevaba dos años en el poder de Irán. El gobierno revolucionario de Jomeini era débil, así que para reforzarlo llegó a contradecir el Corán, que prohibía expresamente el suicidio. El líder les dijo que si se mataban llevándose por delante a muchos enemigos de la revolución, se convertirían en mártires. Y 35 años después, todo el mundo está sufriendo esas consecuencias.
El documental durante sus casi tres horas habla de muchas otras cosas, algunas que no nos resultan tan lejanas. En 1975, la ciudad de Nueva York estaba al borde del colapso económico y con una deuda alarmante por culpa de la mala gestión de sus dirigentes durante treinta años. El sueño hippy se había desvanecido totalmente y la clase media huía de allí, con el consiguiente ingreso por sus impuestos. Así que Nueva York siguió acumulando deuda y pidiendo dinero a los bancos para mantener sus servicios. Tras varias discusiones, a la ciudad no le quedó más remedio que claudicar y pactar con los bancos para salvarse. Ese fue el punto de inflexión que marcaría todo lo que vino después y cuyas terribles consecuencias aún estamos viviendo: las instituciones financieras tomaron el control de la ciudad, prescindiendo de los políticos. Los nuevos gobernantes instauraron en la ciudad algo que quizá os suene: la austeridad. Multitud de profesores y policías fueron despedidos porque, ya sabes, el mercado lo requiere. Curiosamente, aquellos hippies que intentaron cambiar el mundo en la década anterior ya se habían dado por vencidos y ni siquiera se opusieron al sistema esta vez, como reconocería Patti Smith, harta de luchar contra la burocracia. Esto alejó las protestas de las calles y dio lugar a una nueva era del individualismo; justo lo que el sistema quería. En esta situación, emerge la figura de un joven constructor llamado Donald Trump, que en 1979 compra a buen precio un terreno con la intención de construir unas viviendas de lujo, su famosa Trump Tower. El resto ya lo sabemos.
HyperNormalisation es todo eso y mucho más. Es un ejercicio fascinante de hilar temas aparentemente diferentes, pero conectados mediante vasos comunicantes en esta modernidad líquida que vivimos. Resulta interesante ver cómo William Gibson planteó, a través de sus novelas ciberpunk, el concepto de mundo virtual que inicialmente se nos vendió como algo oscuro, turbio y peligroso, pero que al mismo tiempo nos concedería plena libertad. Ahora, en cambio, con los algoritmos de Google, Facebook y Amazon controlando todo lo que vemos y decimos, no tenemos problema en utilizar sus plataformas de diseño atractivo e intuitivo. Fueron precisamente esos hippies descreídos quienes empezaron a refugiarse en la nueva tecnología para llevar a cabo sus sueños, pese a que con el paso del tiempo acabaron convirtiéndose en lo mismo contra lo que pretendían luchar, esa sociedad de megacorporaciones sobre la que nos advertía Gibson en obras como Neuromante. El sistema supo ver el gran potencial de esta tecnología para llevar a cabo el sueño de Kissinger: un mundo globalizado e interconectado, mucho más fácil de controlar, especialmente para los bancos que son ahora los líderes supremos.
Y así seguimos, tragándonos las mentiras de los políticos, a sabiendas de que nos están mintiendo a la cara. Es ideal confundir a la población para obtener réditos. Por eso Trump no tiene problema algún en mentir constantemente y le da exactamente igual que la prensa demuestre que no está diciendo la verdad. “Mi visión de Trump es que se trata de una creación inevitable de este irreal mundo normal. Los políticos se han convertido en una pantomima o vodevil donde crean olas de rabia en vez de argumentos. Quizá gente como Trump tienen éxito simplemente porque alimentan esa rabia, en esa caja de resonancia que es internet”, afirma el autor del documental. Así le fue a Italia, con ese proto-Trump llamado Berlusconi y así nos va en España, con un 90% de la prensa controlada por la derecha, por mucho que luego nos sorprenda que vuelvan a ganar los malos. Y así le sigue yendo a Rusia tras el hundimiento de la Unión Soviética, aún atrapada en esa irrealidad hipernormalizada con un exagente de la KGB como presidente, que lo mismo pelea contra un oso que monta a caballo a pecho descubierto mientras encarcela a un grupo punk.
Una difusa figura que ha ayudado al mandatario ruso a mantenerse en el poder durante quince años es Vladislav Surkov, un gran desconocido para Occidente, al que algunos catalogan como el autor oculto del Putinismo. Él mismo se reconoce como “el autor, o uno de los autores, del nuevo sistema ruso”. El asesor ha importado vanguardistas ideas del mundo del arte para aplicarlas a la política rusa, manipulando la realidad para confundir a sus adversarios, disminuir el poder occidental y convertir en cierta manera la política en una obra de teatro. Con el permiso del Kremlin, financió a todo tipo de grupos políticos opuestos a Putin: desde juventudes antifascistas hasta neonazis pasando por otros a favor de los derechos humanos. Esas acciones las hacía abiertamente, a la vista de la opinión pública, para que no entendieran qué estaba ocurriendo realmente ni supieran cómo reaccionar.
Pero no sólo los rusos; toda la sociedad somos stalkers que vivimos en esa neblinosa (i)realidad, en constante estado de alerta, desconocedores de si habitamos el mundo real o una proyección fantasmal de él, como un mago de Oz que mantiene la ilusión hasta que alguien pilla el truco. Pero nosotros vamos a necesitar algo más que un golpe de suerte para descubrirlo.