lunes, 5 de mayo de 2014

Platón: Mito del carro alado. Fedro

Mito del Carro Alado

Alegoría que utiliza Platón para describir las partes del alma y el afán humano por el conocimiento y el ser.
      En el diálogo “Fedro” Platón trata la cuestión del la esencia y partes del alma. Comienza señalando que parece más adecuada, dada la dificultad del tema, la exposición alegórica que la investigación racional e inmediatamente nos presenta el mito del carro alado. Veamos un resumen literal del mismo: el alma es como una fuerza natural que mantienen unidos un carro y su auriga, sostenidos por alas. Los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos buenos; los de los hombres no. En nuestro caso, el auriga guía una pareja de caballos, uno hermoso y bueno, otro feo y malo, por lo que para nosotros la conducción resultará dura y difícil.
      El alma tiene como tarea el cuidado de lo que es inanimado y recorre todo el cielo. Cuando es perfecta vuela por las alturas y administra todo el mundo; en cambio la que ha perdido las alas es arrastrada hasta que se apodera de algo sólido donde se establece tomando un cuerpo terrestre. A causa de la fuerza del alma, este cuerpo parece moverse a sí mismo y ambos ―cuerpo y alma― reciben el nombre de ser viviente.
      La fuerza del ala consiste en llevar hacia arriba lo pesado, elevándose hacia el lugar en donde habitan los dioses. Lo divino es hermoso, sabio y bueno y esto es lo que más alimenta y hace crecer las alas; en cambio lo vergonzoso, lo malo y todas las demás cosas contrarias a aquellas las consume y las hace perecer. Dirigidas por Zeus, las almas de los dioses y las de los hombres marchan por el cielo ordenando y cuidando todo. Después de realizar su tarea van a buscar su alimento hacia el mundo supraceleste, hacia la realidad que se encuentra más allá de la bóveda del cielo. En ese lugar se halla la Justicia, la esencia cuyo ser es realmente ser, el ser incoloro, intangible, cuya esencia es sólo vista por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero Saber, pero no la ciencia de lo que nace y muere, de lo relativo, sino la ciencia de lo que es verdaderamente ser.
      Las almas de los dioses, dado que son conducidas por dos caballos buenos y dóciles, ascienden sin problemas. La mente de los dioses se nutre de un saber y entender puro por lo que al ver lo que allí se encuentra, se alimenta, se llena de contento y descansa hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelve a su sitio. Las almas de los hombres suben con dificultad pues el caballo que tiene mala constitución es pesado e inclina y fatiga al auriga que no lo ha alimentado convenientemente. Así se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba.
      De las almas humanas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece consigue ver algo, otras no pueden alcanzar la visión del ser, por lo que les queda la opinión por alimento, “el porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llanura de la Verdad, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre.” Las almas que no han podido vislumbrar nada de lo que allí se encuentra se van gravitando llenas de olvido y dejadez, pierden las alas y caen a tierra.

      Las siguientes tesis resumen la interpretación más sencilla del mito:
·         el alma es el principio de vida gracias al cual los seres vivos pueden realizar los movimientos que le son propios;
·         las cosas naturales están dirigidas y controladas por la divinidad (hipótesis providencialista y teleológica que luego encontraremos en gran parte de la filosofía posterior);
·         el alma humana participa de algún modo de la naturaleza divina, pero también de un principio opuesto que la pervierte y la hace caer al mundo de la finitud, contingencia y muerte;
·         la parte más excelente del alma humana es semejante a la mente de los dioses y, como la de ellos, se nutre del conocimiento;
·         frente a la realidad física, más allá de la Naturaleza, en el “ámbito supraceleste”, se encuentra la auténtica realidad, el ser verdadero caracterizado como la esencia que permanece siempre idéntica a sí misma, que carece de propiedades físicas (“incolora e intangible”) y se ofrece sólo al entendimiento (dualismo ontológico);
·         nuestro destino está en ese mundo perfecto, mundo al que se llega básicamente mediante la Ciencia de lo absoluto (la filosofía o dialéctica) no mediante el conocimiento de lo relativo y mudable (la opinión);
·         cuando se encarna, el alma olvida aquello que ha conseguido vislumbrar en el mundo supraceleste (rudimentos de la teoría de la reminiscencia);
·         es habitual también buscar la correspondencia de las partes del alma con los elementos que aparecen en el mito del carro alado: el auriga representa la parte racional, destinada a la dirección de la vida humana, al conocimiento y lo más divino que se encuentra en nosotros; el caballo bueno representa la parte irascible, aquello que permite al alma la realización de acciones buenas y bellas; el caballo malo y rebelde representa la parte concupiscible, aquello que fomenta en nosotros deseos y pasiones y que nos impulsa hacia el ámbito de lo sensible.
      Este mito resume perfectamente la propuesta que recorre la totalidad de la filosofía platónica: realizar en esta vida y de forma radical la belleza, verdad y bondad (dado que “lo divino es hermoso, sabio y bueno y esto es lo que más alimenta y hace crecer las alas”).
    "Sobre su inmortalidad, pues, basta con lo dicho. Acerca de su idea debe decirse lo siguiente: descubrir cómo es el alma sería cosa de una investigación en todos los sentidos y totalmente divina, además de larga; pero decir a qué es semejante puede ser el objeto de una investigación humana y más breve; procedamos, por consiguiente, así. Es, pues, semejante el alma a cierta fuerza natural que mantiene unidos un carro y su auriga, sostenidos por alas. Los caballos y aurigas de los dioses son todos ellos buenos y constituidos de buenos elementos; los de los demás están mezclados. En primer lugar, tratándose de nosotros, el conductor guía una pareja de caballos; después, de los caballos, el uno es hermoso, bueno y constituido de elementos de la misma índole; el otro está constituido de elementos contrarios y es él mismo contrario. En consecuencia, en nosotros resulta necesariamente dura y difícil la conducción.
       Hemos de intentar ahora decir cómo el ser viviente ha venido a llamarse "mortal" e "inmortal". Toda alma está al cuidado de lo que es inanimado, y recorre todo el cielo, revistiendo unas veces una forma y otras otra. Y así, cuando es perfecta y alada, vuela por las alturas y administra todo el mundo; en cambio, la que ha perdido las alas es arrastrada hasta que se apodera de algo sólido donde se establece tomando un cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo a causa de la fuerza de aquella, y este todo, alma y cuerpo unidos, se llama ser viviente y tiene el sobrenombre de mortal. En cuanto al inmortal, no hay ningún razonamiento que nos permita explicarlo racionalmente; pero, no habiéndola visto ni comprendido de un modo suficiente, nos forjamos de la divinidad una idea representándonosla como un ser viviente inmortal, con alma y cuerpo naturalmente unidos por toda la eternidad. Esto, sin embargo, que sea y se exponga como agrade a la divinidad. Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue.
       La fuerza del ala consiste, naturalmente, en llevar hacia arriba lo pesado, elevándose por donde habita la raza de los dioses, y así es, en cierto modo, de todo lo relacionado con el cuerpo, lo que en más grado participa de lo divino. Ahora bien: lo divino es hermoso, sabio, bueno, y todo lo que es de esta índole; esto es, pues, lo que más alimenta y hace crecer las alas; en cambio, lo vergonzoso, lo malo, y todas las demás cosas contrarias a aquellas, las consume y las hace perecer. Pues bien: el gran jefe del cielo, Zeus, dirigiendo su carro alado, marcha el primero, ordenándolo todo y cuidándolo. Le sigue un ejército de dioses y demonios ordenado en once divisiones pues Hestia queda en la casa de los dioses, sola. Todos los demás clasificados en el número de los doce y considerados como dioses directores van al frente de la fila que a cada uno ha sido asignada. Son muchos en verdad, y beatíficos, los espectáculos que ofrecen las rutas del interior del cielo que la raza de los bienaventurados recorre llevando a cabo cada uno su propia misión, y los sigue el que persevera en el querer y en el poder, pues la Envidia está fuera del coro de los dioses. Ahora bien, siempre que van al banquete y al festín, marchan hacia las regiones escarpadas que conducen a la cima de la bóveda del cielo. Por allí, los carros de los dioses, bien equilibrados y dóciles a las riendas, marchan fácilmente, pero los otros con dificultad, pues el caballo que tiene mala constitución es pesado e inclina hacia la tierra y fatiga al auriga que no lo ha alimentado convenientemente. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo.
       A este lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece, pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En esta giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene antes su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro -en eso otro que nosotros llamamos entes-, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser. Y habiendo visto, de la misma manera, todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa. Una vez que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, le echa pienso y ambrosía, y los abreva con néctar.
       Tal es pues la vida de los dioses. De las otras almas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tiene que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento. El porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llanura de la Verdad, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre. Así es, pues, el precepto de Adrastea. Cualquier alma, que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra"

Fedro, 246 d 3- 248 d

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