IV.
LA ADOLESCENCIA
Las
reflexiones precedentes podrían hacer creer que el desarrollo mental finaliza a los once o
doce años y que la adolescencia es,
simplemente, una crisis pasajera que
separa la infancia de la edad adulta, y que se debe a la pubertad. Evidentemente, la maduración
del instinto sexual es indicada por desequilibrios momentáneos, que dan una
coloración afectiva muy característica a todo este último período de la
evolución psíquica. Pero estos hechos perfectamente conocidos, a los que ha
convertido en banales una cierta
literatura psicológica, están lejos de
agotar el análisis de la adolescencia y, primordialmente, no representarían más
que un papel totalmente secundario si el ¡pensamiento y la afectividad
características de los adolescentes no les permitieran, precisamente, exagerar
su importancia. Así pues lo que debemos describir aquí son las estructuras
generales de estas formas finales de pensamiento y vida afectiva y no ciertas perturbaciones características. Por otra
parte, si bien existe un desequilibrio
provisional, no debe olvidarse que todos
los pasos de una fase a otra son susceptibles de provocar tales oscilaciones
temporales: en realidad, a pesar de las apariencias, las conquistas
características de la adolescencia
aseguran al pensamiento y a la afectividad un equilibrio superior al que
existía durante la segunda infancia. En efecto, estas conquistas duplican sus poderes,
lo que perturba tanto al pensamiento como a la afectividad, pero posteriormente
los hace más fuertes. Examinemos las cosas agrupándolas, para abreviar, únicamente
en dos apartados: el pensamiento con sus nuevas operaciones y la afectividad,
incluyendo el comportamiento social.
A.
El pensamiento y sus operaciones
Comparado
con un niño un adolescente es un individuo que construye sistemas y «teorías».
El niño no edifica sistemas, aun cuando
posea sistemas inconscientes o preconscientes, pero en el sentido de que son informulables
o informulados y que únicamente el observador exterior logra captar mientras
que el propio niño no los “reflexiona”
nunca. Dicho de otra forma, el niño piensa
concretamente, problema tras problema, a medida que la realidad se los propone y no relaciona las
soluciones mediante teorías generales que pondrían de relieve su principio. Al
contrario, lo que resulta sorprendente en el
adolescente es su interés "por todos los problemas inactuales, sin
relación con las realidades vividas diariamente
o que anticipan, con una desarmante candidez, situaciones futuras del
mundo, que a menudo son quiméricas. Lo
que resulta más sorprendente es su facilidad para elaborar teorías abstractas.
Hay algunos que escriben y crean una filosofía, una política, una estética o lo
que se quiera. Otros no escriben, pero hablan. La mayoría de ellos incluso hablan muy poco de sus propias
producciones y se limitan a rumiarlas de forma íntima y secreta. Pero todos
ellos tienen teorías o sistemas que transforman el mundo de una u otra
forma.
Ahora bien, la desconexión
de esta nueva forma de pensamiento, mediante ideas generales y construcciones abstractas,
se efectúa en realidad de una forma más continua y menos brusca de lo que se
cree, a partir del pensamiento concreto característico de la segunda infancia. En
realidad debemos situar hacia los doce años el momento en que se produce este
giro decisivo, después del cual el impulso se adquirirá paulatinamente hacia la
reflexión libre y desligada de lo real. Hacia los once o los doce años, en
efecto, se produce una transformación fundamental en el pensamiento del niño,
que indica su final con relación a las operaciones construidas durante la
segunda infancia: el paso del pensamiento concreto al pensamiento «formal» o, tal como se dice
utilizando una expresión bárbara pero clara,
«hipotético deductivo».
Hasta
esa edad, las operaciones de la inteligencia infantil son únicamente
«concretas», o sea, sólo se refieren a la realidad y, particularmente, a los
objetos tangibles suceptibles de ser manipulados y sometidos a experiencias
efectivas. Cuando el pensamiento del niño se aleja de lo real ello se debe,
simplemente, a que sustituye los objetos ausentes por su representación más o
menos viva, pero esta representación va acompañada de una creencia y equivale a
lo real. Por el contrario si se les pide a los sujetos que-razonen sobre
simples hipótesis, sobre un enunciado
puramente verbal de los problemas, inmediatamente
pierden pie y recaen de nuevo en la intuición prelógica de los pequeños. Por
ejemplo, todos los niños de nueve o diez años saben ordenar colores aún mejor
que los mayores, pero fracasan totalmente al intentar resolver una cuestión
como esta, incluso cuando es planteada por escrito: «Edith tiene los cabellos
más oscuros que Lola. Edith es más clara que Susana, ¿cuál de las tres tiene
los cabellos más oscuros?» La respuesta es, en general que al tener Edith y
Lola un color más oscuro y al tenerlo
más claro Edith y Susana la que los tiene más oscuros es Lola, Susana es la que
los tiene más claros y Edith semiclaros, semioscuros. Así pues, en el plano
verbal, no logran constituir más que una serie de parejas incoordinadas al igual que ocurre
con los niños de cinco y seis años en las clasificaciones concretas. A ello se
debe, en particular, que tengan tantas dificultades para resolver en la escuela
los problemas de aritmética que se refieren, sin embargo, a operaciones totalmente
conocidas: si pueden manipular los objetos
razonan sin ninguna dificultad, mientras que los mismos razonamientos,
en apariencia, pero exigidos en el plano del lenguaje y de los enunciados
verbales, constituyen, de hecho, otros razonamientos mucho más difíciles,
debido a que están relacionados con simples hipótesis sin realidad
efectiva. Pero a partir de los once o los doce años el pensamiento formal se hace
posible, justamente, o sea que las operaciones lógicas empiezan a ser
traspuestas del plano de la manipulación concreta al de las meras ideas,
expresadas en Cualquier tipo de lenguaje (el lenguaje de las palabras o el de
los símbolos matemáticos, etc.), pero sin el apoyo de la percepción, de la
experiencia y ni siquiera de la creencia. Cuando se dice, en el ejemplo citado
anteriormente, «Edith tiene los cabellos más oscuros que Lola, etc.» se plantea,
en efecto, en abstracto a tres personajes ficticios, que para el pensamiento no
son más que puras hipótesis, y es precisamente sobre estas hipótesis que se
pide el razonamiento. El pensamiento formal es, por tanto, «hipotético-deductivo»,
o sea, es capaz de deducir las conclusiones que deben extraerse de simples
hipótesis y no únicamente de una observación real. Sus conclusiones son incluso
válidas independientemente de su autenticidad y es por ello que esta forma de
pensamiento representa una dificultad y un esfuerzo mental mucho mayores que el
pensamiento concreto.
¿Cuáles son,
efectivamente, las condiciones de construcción del pensamiento formal? Para el
niño se trata, ya no únicamente de aplicar operaciones a objetos o, dicho de otra forma, de efectuar mentalmente
posibles acciones sobre estos objetos, sino de «reflexionar» estas operaciones
independientemente de los objetos y sustituir a éstos por simples proposiciones.
Esta «reflexión» es, por tanto, como un pensamiento en segundo grado: el pensamiento
concreto es la representación de una acción posible y el pensamiento formal la
representación de una representación de acciones posibles. Así pues no debe
sorprendernos que el sistema de las operaciones concretas deba terminar, en el
curso de los últimos años de la infancia, antes de que sea posible su
«reflexión» en operaciones formales. En cuanto a estas operaciones formales no
se trata de algo distinto a estas mismas operaciones, pero que están aplicadas
a hipótesis o proposiciones: estas operaciones consisten en una «lógica de las
proposiciones», por oposición a la de las relaciones, de las clases y de los números,
pero el sistema de las «implicaciones» que regulan estas proposiciones no
constituye más que la traducción abstracta de las operaciones concretas.
A
los once o doce años, cuando se ha iniciado este pensamiento formal, es posible
la construcción de sistemas que caracterizan a la adolescencia: las operaciones
formales facilitan, efectivamente, al pensamiento un poder totalmente nuevo,
que equivale a desligarlo y liberarlo de lo real para permitirle trazar a su antojo
reflexiones y teorías. La inteligencia formal señala pues el despegue del pensamiento
y no debe sorprendernos que éste use y abuse, para empezar, del imprevisto
poder que se le ha concebido. Esta es una de las novedades esenciales que opone
la adolescencia a la infancia: la libre actividad de la reflexión
espontánea.
Pero
según una ley, cuyas primeras manifestaciones hemos podido apreciar ya en el
lactante y, posteriormente, en la primera infancia, todo nuevo poder de la vida
mental empieza incorporándose al mundo en una asimilación egocéntrica, para
encontrar a continuación el equilibrio componiéndose con una acomodación a lo
real. Por tanto existe un egocentrismo intelectual de la adolescencia,
comparable al egocentrismo del lactante que asimila el universo a su actividad
corporal y al egocentrismo de la primera infancia que asimila las cosas al pensamiento
naciente (juego simbólico, etc.). Esta última forma de egocentrismo se
manifiesta mediante la creencia en el infinito poder de la reflexión, como si
el mundo debiera someterse a los sistemas y no los sistemas a la realidad. Esta
es la edad metafísica por excelencia: el yo es lo suficientemente fuerte como
para reconstruir el universo y lo suficientemente grande para incorporárselo.
Posteriormente, al igual que el egocentrismo sensorio-motor es reducido
progresivamente por la organización de los esquemas de acción, y del mismo modo
que el egocentrismo del pensamiento característico de la primera infancia finaliza
con el equilibrio de las operaciones concretas, de idéntica forma el
egocentrismo metafísico de la adolescencia encuentra paulatinamente su
corrección en una reconciliación entre el pensamiento formal y la realidad: el
equilibrio se alcanza cuando la reflexión comprende que su función
característica no es contradecir, sino preceder e interpretar a la experiencia.
Y entonces este equilibrio es ampliamente superior al del pensamiento concreto
puesto que, además del mundo real, engloba las construcciones indefinidas de la
deducción racional y de la vida interior.
B.
La afectividad de la personalidad en el mundo social de los adultos
Con
un perfecto paralelismo con la elaboración de operaciones formales y la
finalización de las construcciones del pensamiento, la vida afectiva de la
adolescencia se afirma mediante la doble conquista de la personalidad y de su
inserción en la sociedad adulta. En efecto, ¿qué es la personalidad y por qué su elaboración final se
sitúa únicamente en la adolescencia? Los psicólogos acostumbran a distinguir el
yo y la personalidad e incluso a oponerlos en uno u otro sentido. El yo es un
dato que si bien no es inmediato al menos es relativamente primitivo: en
efecto, el yo es como el centro de la actividad propia y se caracteriza
precisamente por su egocentrismo, inconsciente o consciente. La personalidad
resulta, al contrario, de la sumisión o, más bien, de la autosumisión del yo a
una disciplina cualquiera: se dirá, por ejemplo, de un hombre que posee una
fuerte personalidad, no cuando lo refiere todo a su egoísmo y es incapaz de
dominarse a sí mismo, sino cuando encama un ideal o defiende una causa con toda
su actividad y voluntad. Se ha llegado incluso a convertir la personalidad en
un producto social, estando relacionada la persona con el papel (persona =
máscara teatral) que representa en la sociedad. Y, efectivamente, la
personalidad implica la cooperación: la autonomía de la persona se opone a
veces a la anomia, o ausencia de reglas (el
yo), y a la heteronomía, o sumisión a las coacciones impuestas por el exterior:
en este sentido la persona es solidaria de la relaciones sociales que mantiene
y promueve. La personalidad se inicia, pues, a partir de la infancia (de los ocho a
los doce años), con la organización autónoma de las reglas, los valores y la
afirmación de la voluntad como regulación y jerarquización moral de las tendencias.
Pero la persona no se limita a estos únicos factores. También incluye la
subordinación a un sistema único que asimila el yo de forma sui generis:
existe, por lo tanto, un sistema “personal “en el doble sentido de lo particular
a un individuo dado e implicador de una coordinación autónoma. Pero este
sistema personal no puede construirse precisamente más que al nivel mental de
la adolescencia, puesto que este nivel supone la existencia del pensamiento
formal y de las construcciones reflexivas a las que acabamos de referimos (en
A). Así pues, podríamos decir que hay personalidad a partir del momento en que
se constituye un a programa de vida» (Lebensplan) que sea a la vez la fuente de
disciplina para la voluntad e instrumento de cooperación; pero este plan de
vida supone la intervención del pensamiento y de la reflexión libres, y a ello
se debe que no se elabore más que cuando se cumplen determinadas condiciones intelectuales,
como son precisamente el pensamiento formal o hipotético-deductivo.
Pero si la personalidad
implica una especie de descentralización del yo que se integra en un programa de
cooperación y se subordina a disciplinas autónomas y libremente construidas,
está claro que entre los dos polos de la persona y del yo son posibles las
oscilaciones a todos los niveles. De ello proviene, en particular, el egocentrismo
de la adolescencia, del que acabamos de ver su aspecto intelectual y cuyo
aspecto afectivo es aún más conocido. El niño lo remite todo a sí mismo sin saberlo,
sintiéndose inferior, sin embargo, a los adultos y niños mayores a los que
imita: de esta forma se construye una especie de mundo aparte, a una escala
inferior a la del mundo de los mayores. El adolescente, al contrario, mediante
su naciente personalidad, se sitúa como un igual de sus mayores, pero se siente
distinto, diferente a ellos, debido a la nueva vida que se agita en él. Y
entonces, tal como es debido, quiere superarlos y sorprenderlos transformando
el mundo. Esto es lo que hace que los sistemas o planes de vida de los
adolescentes estén llenos, simultáneamente, de sentimientos generosos,
proyectos altruistas o fervor místico y de inquietantes megalomanías o un
egocentrismo consciente. Cuando llevó a cabo una discreta y anónima encuesta
sobre los sueños nocturnos de los alumnos de una clase de quince años, un maestro
francés encontró entre los niños más tímidos y serios a futuros mariscales de
Francia o presidentes de la República, grandes hombres de todo tipo, algunos de
los cuales veían ya su estatua en las plazas de Paris, o sea, resumiendo, a
individuos que si hubieran pensado en voz alta habrían podido ser calificados
como paranoicos. La lectura de los diarios íntimos de algunos adolescentes
muestra esta misma mezcla constante de entrega a la humanidad y de agudo
egocentrismo; tanto si se trata de incomprendidos o de ansiosos convencidos de su
fracaso, que ponen en entredicho teóricamente el valor mismo de la vida, o de
espíritus activos convencidos de su genialidad, el fenómeno es el mismo tanto en
lo negativo como en lo positivo.
La
síntesis de estos proyectos de cooperación social y de esta valoración del yo que
indican los desequilibrios de la personalidad naciente adquieren a menudo la
forma de una especie de mesianismo: el adolescente se atribuye con toda
modestia un papel esencial en la salvación de la humanidad y organiza su plan
de vida en función de esta idea. Resulta interesante, a este respecto, notar
las transformaciones del sentimiento religioso durante la adolescencia. Tal
como ha demostrado P. Bovet, la vida religiosa empieza durante la primera infancia,
confundiéndose con el sentimiento filial: el niño atribuye espontáneamente a
sus padres las diversas perfecciones de la divinidad, como por ejemplo la
omnipotencia, la omnisciencia y la perfección moral. Cuando el niño descubre poco a poco las imperfecciones
reales del adulto entonces sublima sus sentimientos filiales para transferirlos
a los seres sobrenaturales que le presenta la educación religiosa. Pero, aun
cuando se observe excepcionalmente una vida mística activa hacia el final de la
infancia, es generalmente durante la adolescencia cuando esta vida mística
adquiere un valor real al integrarse en los sistemas de vida cuya función
formadora acabamos de ver. Pero el sentimiento religioso del adolescente, por intenso
que suela ser (a veces, también de forma negativa), se colorea a menudo de
cerca o de lejos con la preocupación mesiánica a la que acabamos de referirnos.
A veces el adolescente establece un pacto con su Dios, comprometiéndose a
servirle siempre, pero pensando a su vez representar, por este mismo hecho, un
papel decisivo en la causa que quiere defender.
En
total, vemos cómo el adolescente lleva a cabo su inserción en la sociedad de
los adultos: lo hace mediante proyectos, programas de vida, sistemas que a menudo
son teóricos, planes de reformas sociales o políticas, etc. Resumiendo, lo hace
mediante el pensamiento y podría casi decirse que mediante la imaginación,
debido a lo mucho que esta forma de pensamiento hipotético-deductivo se aleja a
veces de lo real. Así, cuando se reduce la adolescencia a la pubertad, como si
el impulso del instinto de amar fuera el rasgo característico de este último
período del desarrollo mental, no se toca más que uno de los aspectos de la
renovación total que lo caracteriza. Ciertamente, el adolescente descubre, en
un sentido, el amor. Pero no resulta sorprendente constatar que, incluso en el
caso de que este amor encuentre un objeto vivo, en realidad se trate de una
especie de proyección totalmente ideal en un ser real, y de ahí provienen las decepciones
tan repentinas como sintomáticas de los «flechazos». El adolescente ama, en el
vacío o de forma efectiva, pero siempre a través de una novela, y la
construcción de esta novela posee tal vez un interés mayor que su materia
instintiva. Sin duda, entre las jovencitas, el programa de vida está
relacionado más estrechamente con las relaciones personales y su sistema
hipotético deductivo adquiere, primordialmente, la forma de una jerarquía de
valores afectivos más que de un sistema teórico. Pero se trata, en todos los
casos, de un plan de vida que supera ampliamente a lo real, y si está referido primordialmente
a las personas ello se debe a que la existencia a la cual prepara este plan
está constituida, precisamente, más por sentimientos interindividuales
concretos que por sentimiento generales.
En
cuanto a la vida social del adolescente podemos encontrar en ella, al igual que
en otros ámbitos, una fase inicial de repliegue (la fase negativa de Ch.
Bühler) y una fase positiva. Durante la primera fase, el adolescente parece a
menudo totalmente asocial y casi inasociable.
Sin embargo, no hay nada más falso, puesto que el adolescente medita sin
cesar en función de la sociedad. Pero la sociedad que le interesa es la que
quiere reformar, despreciando o desinteresándose por la sociedad real, a la que
condena. Además, la sociabilidad de la adolescencia se afirma, a menudo desde
el principio, mediante la vida en común que llevan a cabo los jóvenes, e
incluso es muy instructivo comparar estas sociedades de adolescentes con las
infantiles. Éstas tienen como objetivo esencial el juego colectivo o, tal vez
menos a menudo (pero esto es debido a la organización escolar que no sabe
extraer de ellos el partido requerido), el trabajo concreto en común. Las
sociedades de adolescentes, al contrario, son primordialmente sociedades de
discusión: tanto si son dos como varios los que están reunidos, el mundo es
reconstruido en común, y principalmente se pierden en discursos sin fin para
combatir el mundo real. A veces también se lleva a cabo una crítica mutua de
las respectivas soluciones, pero existe un total acuerdo sobre la absoluta
necesidad de promover reformas. Después vienen las sociedades más amplias, como
por ejemplo los movimientos juveniles, en los cuales se despliegan los intentos
de reorganizaciones positivas y los entusiasmos colectivos.
La
auténtica adaptación a la sociedad se llevará a cabo, finalmente, de forma
automática cuando el adolescente cambie su papel de reformador por el de
realizador. Al igual que la experiencia reconcilia el pensamiento formal con la
realidad de las cosas, de idéntica forma el trabajo efectivo y seguido, a
partir del momento en que es efectuado en una situación concreta y bien
definida, hace que todos estos sueños se desvanezcan. Así pues, no deben
inquietarnos las extravagancias y los desequilibrios de los mejores de entre
todos los adolescentes. Aun cuando no sean suficientes los estudios
especializados, el trabajo profesional, una vez superadas las últimas crisis de
adaptación, restablece con toda seguridad el equilibrio e indica de esta forma,
definitivamente, el acceso a la edad adulta. Pero se percibe, en general, al
comparar la obra de los individuos con su antiguo comportamiento de adolescentes,
que aquéllos que, entre los quince y los diecisiete años, no han construido
nunca sistemas que inserten su programa de vida en un amplio sueño de reformas,
o aquéllos que, al establecer su primer contacto con la vida material han
sacrificado totalmente su quimérico ideal a sus nuevos intereses de adultos, no
han sido los más productivos. La metafísica de la adolescencia, así como sus
pasiones y su megalomanía son, por tanto, auténticas preparaciones para la
creación personal y el ejemplo del genio muestra que existe siempre una
continuidad entre la formación de la personalidad, a partir de los doce años, y
la obra posterior del hombre.
Este
es, pues, el desarrollo mental. Podemos constatar, a modo de conclusión, la
profunda unidad de los procesos que, partiendo de la construcción del universo práctico,
debida a la inteligencia sensorio-motriz del lactante, desemboca en la
reconstrucción del mundo mediante el pensamiento hipotético-deductivo, pasando
por el conocimiento del universo concreto debido al sistema de las operaciones
de la segunda infancia. Hemos visto que estas sucesivas construcciones han
consistido continuamente en descentrar el punto de vista inmediato y egocéntrico
del principio para situarlo en una coordinación cada vez más amplia de
relaciones y nociones, de tal forma que cada nueva agrupación terminal integra cada
vez más la actividad propia, adaptándola a una actividad cada vez más extensa.
Pero, paralelamente a esta elaboración intelectual, hemos visto cómo la
afectividad se separaba paulatinamente del yo para someterse, merced a la
reciprocidad y la coordinación de los valores, a las leyes de la cooperación.
Claro está, la afectividad constituye siempre el resorte de las acciones de las
que resulta, en cada nuevo nivel, esta progresiva ascensión, puesto que es la
afectividad la que asigna un valor a las actividades y regula la energía.
Pero
la afectividad no es nada sin la inteligencia, que le facilita sus medios y
aclara sus objetivos. Atribuir las causas del desarrollo a grandes tendencias
ancestrales es una idea ligeramente sumaria y mitológica, como si las
actividades y el crecimiento biológico fueran de naturaleza extraña a la razón.
En realidad la tendencia más profunda de toda actividad humana es la marcha
hacia el equilibrio, y la razón, que expresa las formas superiores de este
equilibrio, reúne la inteligencia y la afectividad.
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