lunes, 29 de julio de 2013

Jean Piaget



IV. LA ADOLESCENCIA

Las reflexiones precedentes podrían hacer creer que  el desarrollo mental finaliza a los once o doce años y  que la adolescencia es, simplemente, una crisis pasajera  que separa la infancia de la edad adulta, y que se debe  a la pubertad. Evidentemente, la maduración del instinto sexual es indicada por desequilibrios momentáneos, que dan una coloración afectiva muy característica a todo este último período de la evolución psíquica. Pero estos hechos perfectamente conocidos, a los que ha convertido  en banales una cierta literatura psicológica, están lejos  de agotar el análisis de la adolescencia y, primordialmente, no representarían más que un papel totalmente secundario si el ¡pensamiento y la afectividad características de los adolescentes no les permitieran, precisamente, exagerar su importancia. Así pues lo que debemos describir aquí son las estructuras generales de estas formas finales de pensamiento y vida afectiva y no ciertas  perturbaciones características. Por otra parte, si bien  existe un desequilibrio provisional, no debe olvidarse  que todos los pasos de una fase a otra son susceptibles de provocar tales oscilaciones temporales: en realidad, a pesar de las apariencias, las conquistas características  de la adolescencia aseguran al pensamiento y a la afectividad un equilibrio superior al que existía durante la segunda infancia. En efecto, estas conquistas duplican sus poderes, lo que perturba tanto al pensamiento como a la afectividad, pero posteriormente los hace más fuertes. Examinemos las cosas agrupándolas, para abreviar, únicamente en dos apartados: el pensamiento con sus nuevas operaciones y la afectividad, incluyendo el comportamiento social.

A. El pensamiento y sus operaciones

Comparado con un niño un adolescente es un individuo que construye sistemas y «teorías». El niño no  edifica sistemas, aun cuando posea sistemas inconscientes o preconscientes, pero en el sentido de que son informulables o informulados y que únicamente el observador exterior logra captar mientras que el propio niño no los  “reflexiona” nunca. Dicho de otra forma, el niño piensa  concretamente, problema tras problema, a medida que la  realidad se los propone y no relaciona las soluciones mediante teorías generales que pondrían de relieve su principio. Al contrario, lo que resulta sorprendente en el  adolescente es su interés "por todos los problemas inactuales, sin relación con las realidades vividas diariamente  o que anticipan, con una desarmante candidez, situaciones futuras del mundo, que a menudo son quiméricas.  Lo que resulta más sorprendente es su facilidad para elaborar teorías abstractas. Hay algunos que escriben y crean una filosofía, una política, una estética o lo que se quiera. Otros no escriben, pero hablan. La mayoría de  ellos incluso hablan muy poco de sus propias producciones y se limitan a rumiarlas de forma íntima y secreta. Pero todos ellos tienen teorías o sistemas que transforman el mundo de una u otra forma.                             
Ahora bien, la desconexión de esta nueva forma de pensamiento, mediante ideas generales y construcciones abstractas, se efectúa en realidad de una forma más continua y menos brusca de lo que se cree, a partir del pensamiento concreto característico de la segunda infancia. En realidad debemos situar hacia los doce años el momento en que se produce este giro decisivo, después del cual el impulso se adquirirá paulatinamente hacia la reflexión libre y desligada de lo real. Hacia los once o los doce años, en efecto, se produce una transformación fundamental en el pensamiento del niño, que indica su final con relación a las operaciones construidas durante la segunda infancia: el paso del pensamiento concreto al  pensamiento «formal» o, tal como se dice utilizando una  expresión bárbara pero clara, «hipotético deductivo».                                         
 Hasta esa edad, las operaciones de la inteligencia infantil son únicamente «concretas», o sea, sólo se refieren a la realidad y, particularmente, a los objetos tangibles suceptibles de ser manipulados y sometidos a experiencias efectivas. Cuando el pensamiento del niño se aleja de lo real ello se debe, simplemente, a que sustituye los objetos ausentes por su representación más o menos viva, pero esta representación va acompañada de una creencia y equivale a lo real. Por el contrario si se les pide a los sujetos que-razonen sobre simples hipótesis,  sobre un enunciado puramente verbal de los problemas,  inmediatamente pierden pie y recaen de nuevo en la intuición prelógica de los pequeños. Por ejemplo, todos los niños de nueve o diez años saben ordenar colores aún mejor que los mayores, pero fracasan totalmente al intentar resolver una cuestión como esta, incluso cuando es planteada por escrito: «Edith tiene los cabellos más oscuros que Lola. Edith es más clara que Susana, ¿cuál de las tres tiene los cabellos más oscuros?» La respuesta es, en general que al tener Edith y Lola un color más  oscuro y al tenerlo más claro Edith y Susana la que los tiene más oscuros es Lola, Susana es la que los tiene más claros y Edith semiclaros, semioscuros. Así pues, en el plano verbal, no logran constituir más que una serie  de parejas incoordinadas al igual que ocurre con los niños de cinco y seis años en las clasificaciones concretas. A ello se debe, en particular, que tengan tantas dificultades para resolver en la escuela los problemas de aritmética que se refieren, sin embargo, a operaciones totalmente conocidas: si pueden manipular los objetos  razonan sin ninguna dificultad, mientras que los mismos razonamientos, en apariencia, pero exigidos en el plano del lenguaje y de los enunciados verbales, constituyen, de hecho, otros razonamientos mucho más difíciles, debido a que están relacionados con simples hipótesis sin realidad efectiva.                                                                                                    Pero a partir de los once o los doce años el pensamiento formal se hace posible, justamente, o sea que las operaciones lógicas empiezan a ser traspuestas del plano de la manipulación concreta al de las meras ideas, expresadas en Cualquier tipo de lenguaje (el lenguaje de las palabras o el de los símbolos matemáticos, etc.), pero sin el apoyo de la percepción, de la experiencia y ni siquiera de la creencia. Cuando se dice, en el ejemplo citado anteriormente, «Edith tiene los cabellos más oscuros que Lola, etc.» se plantea, en efecto, en abstracto a tres personajes ficticios, que para el pensamiento no son más que puras hipótesis, y es precisamente sobre estas hipótesis que se pide el razonamiento. El pensamiento formal es, por tanto, «hipotético-deductivo», o sea, es capaz de deducir las conclusiones que deben extraerse de simples hipótesis y no únicamente de una observación real. Sus conclusiones son incluso válidas independientemente de su autenticidad y es por ello que esta forma de pensamiento representa una dificultad y un esfuerzo mental mucho mayores que el pensamiento concreto.                                                                 
¿Cuáles son, efectivamente, las condiciones de construcción del pensamiento formal? Para el niño se trata, ya no únicamente de aplicar operaciones a objetos o,  dicho de otra forma, de efectuar mentalmente posibles acciones sobre estos objetos, sino de «reflexionar» estas operaciones independientemente de los objetos y sustituir a éstos por simples proposiciones. Esta «reflexión» es, por tanto, como un pensamiento en segundo grado: el pensamiento concreto es la representación de una acción posible y el pensamiento formal la representación de una representación de acciones posibles. Así pues no debe sorprendernos que el sistema de las operaciones concretas deba terminar, en el curso de los últimos años de la infancia, antes de que sea posible su «reflexión» en operaciones formales. En cuanto a estas operaciones formales no se trata de algo distinto a estas mismas operaciones, pero que están aplicadas a hipótesis o proposiciones: estas operaciones consisten en una «lógica de las proposiciones», por oposición a la de las relaciones, de las clases y de los números, pero el sistema de las «implicaciones» que regulan estas proposiciones no constituye más que la traducción abstracta de las operaciones concretas.                                                   
A los once o doce años, cuando se ha iniciado este pensamiento formal, es posible la construcción de sistemas que caracterizan a la adolescencia: las operaciones formales facilitan, efectivamente, al pensamiento un poder totalmente nuevo, que equivale a desligarlo y liberarlo de lo real para permitirle trazar a su antojo reflexiones y teorías. La inteligencia formal señala pues el despegue del pensamiento y no debe sorprendernos que éste use y abuse, para empezar, del imprevisto poder que se le ha concebido. Esta es una de las novedades esenciales que opone la adolescencia a la infancia: la libre actividad de la reflexión espontánea.                         
Pero según una ley, cuyas primeras manifestaciones hemos podido apreciar ya en el lactante y, posteriormente, en la primera infancia, todo nuevo poder de la vida mental empieza incorporándose al mundo en una asimilación egocéntrica, para encontrar a continuación el equilibrio componiéndose con una acomodación a lo real. Por tanto existe un egocentrismo intelectual de la adolescencia, comparable al egocentrismo del lactante que asimila el universo a su actividad corporal y al egocentrismo de la primera infancia que asimila las cosas al pensamiento naciente (juego simbólico, etc.). Esta última forma de egocentrismo se manifiesta mediante la creencia en el infinito poder de la reflexión, como si el mundo debiera someterse a los sistemas y no los sistemas a la realidad. Esta es la edad metafísica por excelencia: el yo es lo suficientemente fuerte como para reconstruir el universo y lo suficientemente grande para incorporárselo. Posteriormente, al igual que el egocentrismo sensorio-motor es reducido progresivamente por la organización de los esquemas de acción, y del mismo modo que el egocentrismo del pensamiento característico de la primera infancia finaliza con el equilibrio de las operaciones concretas, de idéntica forma el egocentrismo metafísico de la adolescencia encuentra paulatinamente su corrección en una reconciliación entre el pensamiento formal y la realidad: el equilibrio se alcanza cuando la reflexión comprende que su función característica no es contradecir, sino preceder e interpretar a la experiencia. Y entonces este equilibrio es ampliamente superior al del pensamiento concreto puesto que, además del mundo real, engloba las construcciones indefinidas de la deducción racional y de la vida interior.

B. La afectividad de la personalidad en el mundo social de los adultos

Con un perfecto paralelismo con la elaboración de operaciones formales y la finalización de las construcciones del pensamiento, la vida afectiva de la adolescencia se afirma mediante la doble conquista de la personalidad y de su inserción en la sociedad adulta.                                                                                En efecto, ¿qué es la personalidad y por qué su elaboración final se sitúa únicamente en la adolescencia? Los psicólogos acostumbran a distinguir el yo y la personalidad e incluso a oponerlos en uno u otro sentido. El yo es un dato que si bien no es inmediato al menos es relativamente primitivo: en efecto, el yo es como el centro de la actividad propia y se caracteriza precisamente por su egocentrismo, inconsciente o consciente. La personalidad resulta, al contrario, de la sumisión o, más bien, de la autosumisión del yo a una disciplina cualquiera: se dirá, por ejemplo, de un hombre que posee una fuerte personalidad, no cuando lo refiere todo a su egoísmo y es incapaz de dominarse a sí mismo, sino cuando encama un ideal o defiende una causa con toda su actividad y voluntad. Se ha llegado incluso a convertir la personalidad en un producto social, estando relacionada la persona con el papel (persona = máscara teatral) que representa en la sociedad. Y, efectivamente, la personalidad implica la cooperación: la autonomía de la persona se opone a veces a la anomia,  o ausencia de reglas (el yo), y a la heteronomía, o sumisión a las coacciones impuestas por el exterior: en este sentido la persona es solidaria de la relaciones sociales que mantiene y promueve.                La personalidad se inicia, pues, a partir de la infancia (de los ocho a los doce años), con la organización autónoma de las reglas, los valores y la afirmación de la voluntad como regulación y jerarquización moral de las tendencias. Pero la persona no se limita a estos únicos factores. También incluye la subordinación a un sistema único que asimila el yo de forma sui generis: existe, por lo tanto, un sistema “personal “en el doble sentido de lo particular a un individuo dado e implicador de una coordinación autónoma. Pero este sistema personal no puede construirse precisamente más que al nivel mental de la adolescencia, puesto que este nivel supone la existencia del pensamiento formal y de las construcciones reflexivas a las que acabamos de referimos (en A). Así pues, podríamos decir que hay personalidad a partir del momento en que se constituye un a programa de vida» (Lebensplan) que sea a la vez la fuente de disciplina para la voluntad e instrumento de cooperación; pero este plan de vida supone la intervención del pensamiento y de la reflexión libres, y a ello se debe que no se elabore más que cuando se cumplen determinadas condiciones intelectuales, como son precisamente el pensamiento formal o hipotético-deductivo.                                                                                  
Pero si la personalidad implica una especie de descentralización del yo que se integra en un programa de cooperación y se subordina a disciplinas autónomas y libremente construidas, está claro que entre los dos polos de la persona y del yo son posibles las oscilaciones a todos los niveles. De ello proviene, en particular, el egocentrismo de la adolescencia, del que acabamos de ver su aspecto intelectual y cuyo aspecto afectivo es aún más conocido. El niño lo remite todo a sí mismo sin saberlo, sintiéndose inferior, sin embargo, a los adultos y niños mayores a los que imita: de esta forma se construye una especie de mundo aparte, a una escala inferior a la del mundo de los mayores. El adolescente, al contrario, mediante su naciente personalidad, se sitúa como un igual de sus mayores, pero se siente distinto, diferente a ellos, debido a la nueva vida que se agita en él. Y entonces, tal como es debido, quiere superarlos y sorprenderlos transformando el mundo. Esto es lo que hace que los sistemas o planes de vida de los adolescentes estén llenos, simultáneamente, de sentimientos generosos, proyectos altruistas o fervor místico y de inquietantes megalomanías o un egocentrismo consciente. Cuando llevó a cabo una discreta y anónima encuesta sobre los sueños nocturnos de los alumnos de una clase de quince años, un maestro francés encontró entre los niños más tímidos y serios a futuros mariscales de Francia o presidentes de la República, grandes hombres de todo tipo, algunos de los cuales veían ya su estatua en las plazas de Paris, o sea, resumiendo, a individuos que si hubieran pensado en voz alta habrían podido ser calificados como paranoicos. La lectura de los diarios íntimos de algunos adolescentes muestra esta misma mezcla constante de entrega a la humanidad y de agudo egocentrismo; tanto si se trata de incomprendidos o de ansiosos convencidos de su fracaso, que ponen en entredicho teóricamente el valor mismo de la vida, o de espíritus activos convencidos de su genialidad, el fenómeno es el mismo tanto en lo negativo como en lo positivo.                                   
La síntesis de estos proyectos de cooperación social y de esta valoración del yo que indican los desequilibrios de la personalidad naciente adquieren a menudo la forma de una especie de mesianismo: el adolescente se atribuye con toda modestia un papel esencial en la salvación de la humanidad y organiza su plan de vida en función de esta idea. Resulta interesante, a este respecto, notar las transformaciones del sentimiento religioso durante la adolescencia. Tal como ha demostrado P. Bovet, la vida religiosa empieza durante la primera infancia, confundiéndose con el sentimiento filial: el niño atribuye espontáneamente a sus padres las diversas perfecciones de la divinidad, como por ejemplo la omnipotencia, la omnisciencia y la perfección moral. Cuando  el niño descubre poco a poco las imperfecciones reales del adulto entonces sublima sus sentimientos filiales para transferirlos a los seres sobrenaturales que le presenta la educación religiosa. Pero, aun cuando se observe excepcionalmente una vida mística activa hacia el final de la infancia, es generalmente durante la adolescencia cuando esta vida mística adquiere un valor real al integrarse en los sistemas de vida cuya función formadora acabamos de ver. Pero el sentimiento religioso del adolescente, por intenso que suela ser (a veces, también de forma negativa), se colorea a menudo de cerca o de lejos con la preocupación mesiánica a la que acabamos de referirnos. A veces el adolescente establece un pacto con su Dios, comprometiéndose a servirle siempre, pero pensando a su vez representar, por este mismo hecho, un papel decisivo en la causa que quiere defender.                                                                       
En total, vemos cómo el adolescente lleva a cabo su inserción en la sociedad de los adultos: lo hace mediante proyectos, programas de vida, sistemas que a menudo son teóricos, planes de reformas sociales o políticas, etc. Resumiendo, lo hace mediante el pensamiento y podría casi decirse que mediante la imaginación, debido a lo mucho que esta forma de pensamiento hipotético-deductivo se aleja a veces de lo real. Así, cuando se reduce la adolescencia a la pubertad, como si el impulso del instinto de amar fuera el rasgo característico de este último período del desarrollo mental, no se toca más que uno de los aspectos de la renovación total que lo caracteriza. Ciertamente, el adolescente descubre, en un sentido, el amor. Pero no resulta sorprendente constatar que, incluso en el caso de que este amor encuentre un objeto vivo, en realidad se trate de una especie de proyección totalmente ideal en un ser real, y de ahí provienen las decepciones tan repentinas como sintomáticas de los «flechazos». El adolescente ama, en el vacío o de forma efectiva, pero siempre a través de una novela, y la construcción de esta novela posee tal vez un interés mayor que su materia instintiva. Sin duda, entre las jovencitas, el programa de vida está relacionado más estrechamente con las relaciones personales y su sistema hipotético deductivo adquiere, primordialmente, la forma de una jerarquía de valores afectivos más que de un sistema teórico. Pero se trata, en todos los casos, de un plan de vida que supera ampliamente a lo real, y si está referido primordialmente a las personas ello se debe a que la existencia a la cual prepara este plan está constituida, precisamente, más por sentimientos interindividuales concretos que por sentimiento generales.                                                    
En cuanto a la vida social del adolescente podemos encontrar en ella, al igual que en otros ámbitos, una fase inicial de repliegue (la fase negativa de Ch. Bühler) y una fase positiva. Durante la primera fase, el adolescente parece a menudo totalmente asocial y casi inasociable.  Sin embargo, no hay nada más falso, puesto que el adolescente medita sin cesar en función de la sociedad. Pero la sociedad que le interesa es la que quiere reformar, despreciando o desinteresándose por la sociedad real, a la que condena. Además, la sociabilidad de la adolescencia se afirma, a menudo desde el principio, mediante la vida en común que llevan a cabo los jóvenes, e incluso es muy instructivo comparar estas sociedades de adolescentes con las infantiles. Éstas tienen como objetivo esencial el juego colectivo o, tal vez menos a menudo (pero esto es debido a la organización escolar que no sabe extraer de ellos el partido requerido), el trabajo concreto en común. Las sociedades de adolescentes, al contrario, son primordialmente sociedades de discusión: tanto si son dos como varios los que están reunidos, el mundo es reconstruido en común, y principalmente se pierden en discursos sin fin para combatir el mundo real. A veces también se lleva a cabo una crítica mutua de las respectivas soluciones, pero existe un total acuerdo sobre la absoluta necesidad de promover reformas. Después vienen las sociedades más amplias, como por ejemplo los movimientos juveniles, en los cuales se despliegan los intentos de reorganizaciones positivas y los entusiasmos colectivos.        
La auténtica adaptación a la sociedad se llevará a cabo, finalmente, de forma automática cuando el adolescente cambie su papel de reformador por el de realizador. Al igual que la experiencia reconcilia el pensamiento formal con la realidad de las cosas, de idéntica forma el trabajo efectivo y seguido, a partir del momento en que es efectuado en una situación concreta y bien definida, hace que todos estos sueños se desvanezcan. Así pues, no deben inquietarnos las extravagancias y los desequilibrios de los mejores de entre todos los adolescentes. Aun cuando no sean suficientes los estudios especializados, el trabajo profesional, una vez superadas las últimas crisis de adaptación, restablece con toda seguridad el equilibrio e indica de esta forma, definitivamente, el acceso a la edad adulta. Pero se percibe, en general, al comparar la obra de los individuos con su antiguo comportamiento de adolescentes, que aquéllos que, entre los quince y los diecisiete años, no han construido nunca sistemas que inserten su programa de vida en un amplio sueño de reformas, o aquéllos que, al establecer su primer contacto con la vida material han sacrificado totalmente su quimérico ideal a sus nuevos intereses de adultos, no han sido los más productivos. La metafísica de la adolescencia, así como sus pasiones y su megalomanía son, por tanto, auténticas preparaciones para la creación personal y el ejemplo del genio muestra que existe siempre una continuidad entre la formación de la personalidad, a partir de los doce años, y la obra posterior del hombre.                         
Este es, pues, el desarrollo mental. Podemos constatar, a modo de conclusión, la profunda unidad de los procesos que, partiendo de la construcción del universo práctico, debida a la inteligencia sensorio-motriz del lactante, desemboca en la reconstrucción del mundo mediante el pensamiento hipotético-deductivo, pasando por el conocimiento del universo concreto debido al sistema de las operaciones de la segunda infancia. Hemos visto que estas sucesivas construcciones han consistido continuamente en descentrar el punto de vista inmediato y egocéntrico del principio para situarlo en una coordinación cada vez más amplia de relaciones y nociones, de tal forma que cada nueva agrupación terminal integra cada vez más la actividad propia, adaptándola a una actividad cada vez más extensa. Pero, paralelamente a esta elaboración intelectual, hemos visto cómo la afectividad se separaba paulatinamente del yo para someterse, merced a la reciprocidad y la coordinación de los valores, a las leyes de la cooperación. Claro está, la afectividad constituye siempre el resorte de las acciones de las que resulta, en cada nuevo nivel, esta progresiva ascensión, puesto que es la afectividad la que asigna un valor a las actividades y regula la energía.         
Pero la afectividad no es nada sin la inteligencia, que le facilita sus medios y aclara sus objetivos. Atribuir las causas del desarrollo a grandes tendencias ancestrales es una idea ligeramente sumaria y mitológica, como si las actividades y el crecimiento biológico fueran de naturaleza extraña a la razón. En realidad la tendencia más profunda de toda actividad humana es la marcha hacia el equilibrio, y la razón, que expresa las formas superiores de este equilibrio, reúne la inteligencia y la afectividad.

Extraído de: 
  •  PIAGET, Jean; 1964. “Seis estudios de psicología”, Ed. Labor S.A.,  pág. 82 a 94


 Consignas: (Trabajo de Estadía)
  1. Leer el fragmento citado, anotar y buscar en el diccionario las palabras que no conoces.
  2. Recurrimos a la técnica "Decálogo de ideas": a través de 10 ideas (una oración cada una) solamente, expresar lo que es más importante del material bibliográfico leído.
  3. Expresar el punto 2 por escrito.

4 comentarios:

  1. Decálogo:
    1)"El desarrollo mental finaliza a los 11-12 años, la adolescencia es una {crisis pasajera}; Todos los pasos de una fase a otra son susceptibles de provocar oscilaciones temporales".
    2)"Comparado con un niño, un adolescente es un individuo que construye sistemas y teorías".
    3)"Interés por todos los problemas inactuales, sin relación con las realidades vividas diariamente; La libre actividad de la reflexión espontanea".
    4)"La vida afectiva de la adolescencia se afirma mediante la doble conquista de la personalidad y de su inserción en la sociedad adulta".
    5)"La personalidad se inicia a partir de la infancia[8-12 años], con la organización autónoma de las reglas, los valores y la afirmación de la voluntad como regulación y jeranrquizacion moral de las tendencias".
    6)"Desequilibrios de la personalidad naciente adquieren a menudo la forma de una especie de mesianismo: el adolescente se atribuye con toda modestia un papel esencial en la salvación de la humanidad y organiza su plan de vida en función de esta idea".
    7)"Inserción en la sociedad de los adultos: mediante proyectos, programas de vida, sistemas que a menudo son teóricos, planes de reformas sociales o políticas. Lo hace mediante el pensamiento y podría casi decirse que mediante la imaginación".
    8)"La sociabilidad de la adolescencia afirma, a menudo desde el principio, mediante la vida en común que llevan a cavo los jóvenes, e incluso es muy instructivo comparar estas sociedades de adolescentes con las infantiles".
    9)"La autentica adaptación a la sociedad se llevara a cavo cuando el adolescente cambie su papel de reformador por el de realizador".
    10)"La afectividad no es nada sin la inteligencia que le facilita sus medios y aclara sus objetivos".

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    1. Fede:
      El desarrollo mental no finaliza a los 11/12 años, solo culminaría una etapa según Piaget.
      Tu trabajo es como un decálogo de características generales del adolescente, muy buen trabajo :)

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  2. Muy bueno el trabajo Laura, que grande Piaget, excelente el texto

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    1. Me alegro que te guste Fede y gracias por expresarlo :)

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